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Julia lanzó una pequeña exclamación, un apagado grito de sorpresa. En
medio de su pánico, a Winston le causó aquello una impresión tan fuerte que
no pudo evitar estas palabras:
—¿Puedes cerrarlo?
—Sí —dijo O'Brien—; podemos cerrarlos. Tenemos ese privilegio.
Estaba sentado frente a ellos. Su maciza figura los dominaba y la expresión
de su cara continuaba indescifrable. Esperaba a que Winston hablase; pero
¿sobre qué? Incluso ahora podía concebirse perfectamente que no fuese más
que un hombre ocupado preguntándose con irritación por qué lo habían
interrumpido. Nadie hablaba. Después de cerrar la telepantalla, la habitación
parecía mortalmente silenciosa. Los segundos transcurrían enormes. Winston
dificultosamente conseguía mantener su mirada fija en los ojos de O'Brien.
Luego, de pronto, el sombrío rostro se iluminó con el inicio de una sonrisa.
Con su gesto característico, O'Brien se aseguró las gafas sobre la nariz.
—¿Lo digo yo o lo dices tú? —preguntó O'Brien.
—Lo diré yo —respondió Winston al instante—. ¿Está eso completamente
cerrado?
—Sí; no funciona ningún aparato en esta habitación. Estamos solos.
—Pues vinimos aquí porque...
Se interrumpió dándose cuenta por primera vez de la vaguedad de sus
propósitos. No sabía exactamente qué clase de ayuda esperaba de O'Brien.
Prosiguió, consciente de que sus palabras sonaban vacilantes y presuntuosas:
—Creemos que existe un movimiento clandestino, una especie de
organización secreta que actúa contra el Partido y que tú estás metido en esto.
Queremos formar parte de esta organización y trabajar en lo que podamos.
Somos enemigos del Partido. No creemos en los principios de Ingsoc. Somos
criminales del pensamiento. Además, somos adúlteros. Te digo todo esto
porque deseamos ponernos a tu merced. Si quieres que nos acusemos de
cualquier otra cosa, estamos dispuestos a hacerlo.
Winston dejó de hablar al darse cuenta de que la puerta se había abierto.
Miró por encima de su hombro. Era el criado de cara amarillenta, que había
entrado sin llamar. Traía una bandeja con una botella y vasos.
—Martín es uno de los nuestros —dijo O'Brien impasible—. Pon aquí las
bebidas, Martín. Sí, en la mesa redonda. ¿Tenemos bastantes sillas?
Sentémonos para hablar cómodamente. Siéntate tú también, Martín. Ahora
puedes dejar de ser criado durante diez minutos.
El hombrecillo se sentó a sus anchas, pero sin abandonar el aire servil.