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—No me refiero a la confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo
que digas o hagas, sino los sentimientos. Si pueden obligarme a dejarte de
amar... esa sería la verdadera traición.
Julia reflexionó sobre ello.
—A eso no pueden obligarte —dijo al cabo de un rato—. Es lo único que
no pueden hacer. Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera
de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.
—Eso es verdad —dijo Winston con un poco más de esperanza—. No
pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos sentir que merece la pena seguir
siendo humanos, aunque esto no tenga ningún resultado positivo, los habremos
derrotado.
Y pensó en la telepantalla, que nunca dormía, que nunca se distraía ni
dejaba de oír. Podían espiarle a uno día y noche, pero no perdiendo la cabeza
era posible burlarlos. Con toda su habilidad, nunca habían logrado encontrar el
procedimiento de saber lo que pensaba otro ser humano. Quizás esto fuera
menos cierto cuando le tenían a uno en sus manos. No se sabía lo que pasaba
dentro del Ministerio del Amor, pero era fácil figurárselo: torturas, drogas,
delicados instrumentos que registraban las reacciones nerviosas, agotamiento
progresivo por la falta de sueño, por la soledad y los interrogatorios
implacables y persistentes. Los hechos no podían ser ocultados, se los
exprimían a uno con la tortura o les seguían la pista con los interrogatorios.
Pero si la finalidad que uno se proponía no era salvar la vida sino haber sido
humanos hasta el final, ¿qué importaba todo aquello? Los sentimientos no
podían cambiarlos; es más, ni uno mismo podría suprimirlos. Sin duda,
podrían saber hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho,
dicho o pensado; pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio
incluso para su dueño, se mantendría siempre inexpugnable.
CAPÍTULO VIII
Lo habían hecho, por fin lo habían hecho.
La habitación donde estaban era alargada y de suave iluminación. La
telepantalla había sido amortiguada hasta producir sólo un leve murmullo. La
riqueza de la alfombra azul oscuro daba la impresión de andar sobre el
terciopelo. En un extremo de la habitación estaba sentado O'Brien ante una
mesa, bajo una lámpara de pantalla verde, con un montón de papeles a cada
lado. No se molestó en levantar la cabeza cuando el criado hizo pasar a Julia y
Winston.