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muy posible que la hubieran mandado a un campo de trabajos forzados. En
               cuanto a su hermana, quizás se la hubieran llevado —como hicieron con el
               mismo  Winston—  a  una  de  las  colonias  de  niños  huérfanos  (les  llamaban
               Centros  de  Reclamación)  que  fueron  una  de  las  consecuencias  de  la  guerra
               civil; o quizás la hubieran enviado con la madre al campo de trabajos forzados
               o sencillamente la habrían dejado morir en cualquier rincón.

                   El ensueño seguía vivo en su mente, sobre todo el gesto protector de la

               madre, que parecía contener un profundo significado. Entonces recordó otro
               ensueño  que  había  tenido  dos  meses  antes,  cuando  se  le  había  aparecido
               hundiéndose sin cesar en aquel barco, pero sin dejar de mirarlo a él a través
               del agua que se oscurecía por momentos.

                   Le contó a Julia la historia de la desaparición de su madre. Sin abrir los
               ojos,  la  joven  dio  una  vuelta  en  la  cama  y  se  colocó  en  una  posición  más

               cómoda.

                   —Ya me figuro que serías un cerdito en aquel tiempo —dijo indiferente—.
               Todos los niños son unos cerdos.

                   —Sí, pero el sentido de esa historia...

                   Winston  comprendió,  por  la  respiración  de  Julia,  que  estaba  a  punto  de
               volverse a dormir. Le habría gustado seguirle contando cosas de su madre. No
               suponía,  basándose  en  lo  que  podía  recordar  de  ella,  que  hubiera  sido  una

               mujer  extraordinaria,  ni  siquiera  inteligente.  Sin  embargo,  estaba  seguro  de
               que su madre poseía una especie de nobleza, de pureza, sólo por el hecho de
               regirse por normas privadas. Los sentimientos de ella eran realmente suyos y
               no los que el Estado le mandaba tener. No se le habría ocurrido pensar que una
               acción  ineficaz,  sin  consecuencias  prácticas,  careciera  por  ello  de  sentido.
               Cuando se amaba a alguien, se le amaba por él mismo, y si no había nada más

               que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando él se había apoderado de todo
               el chocolate, su madre abrazó a la niña con inmensa ternura. Aquel acto no
               cambiaba  nada,  no  servía  para  producir  más  chocolate,  no  podía  evitar  la
               muerte de la niña ni la de ella, pero a la madre le parecía natural realizarlo. La
               mujer refugiada en aquel barco (en el noticiario) también había protegido al
               niño  con  sus  brazos,  con  lo  cual  podía  salvarlo  de  las  balas  con  la  misma
               eficacia que si lo hubiera cubierto con un papel. Lo terrible era que el Partido

               había  persuadido  a  la  gente  de  que  los  simples  impulsos  y  sentimientos  de
               nada servían. Cuando se estaba bajo las garras del Partido, nada importaba lo
               que se sintiera o se dejara de sentir, lo que se hiciera o se dejara de hacer.
               Cuanto le sucedía a uno se desvanecía y ni usted ni sus acciones volvían a
               figurar  para  nada.  Le  apartaban  a  usted,  con  toda  limpieza,  del  curso  de  la

               historia. Sin embargo, hacía sólo dos generaciones, se dejaban gobernar por
               sentimientos  privados  que  nadie  ponía  en  duda.  Lo  que  importaba  eran  las
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