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qué no había más comida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su afán de
lograr una parte mayor. Daba por descontado que él, el varón, debía tener la
ración mayor. Pero por mucho que la pobre mujer le diera, él pedía
invariablemente más. En cada comida la madre le suplicaba que no fuera tan
egoísta y recordase que su hermanita estaba enferma y necesitaba alimentarse;
pero era inútil. Winston cogía pedazos de comida del plato de su hermanita y
trataba de apoderarse de la fuente. Sabía que con su conducta condenaba al
hambre a su madre y a su hermana, pero no podía evitarlo. Incluso creía tener
derecho a ello. El hambre que le torturaba parecía justificarlo. Entre comidas,
si su madre no tenía mucho cuidado, se apoderaba de la escasa cantidad de
alimento guardado en la alacena.
Un día dieron una ración de chocolate. Hacía mucho tiempo —meses
enteros— que no daban chocolate. Winston recordaba con toda claridad aquel
cuadrito oscuro y preciadísimo. Era una tableta de dos onzas (por entonces se
hablaba todavía de onzas) que les correspondía para los tres. Parecía lógico
que la tableta fuera dividida en tres partes iguales. De pronto —en el ensueño
—, como si estuviera escuchando a otra persona, Winston se oyó gritar
exigiendo que le dieran todo el chocolate. Su madre le dijo que no fuese
ansioso. Discutieron mucho; hubo llantos, lloros, reprimendas, regateos... su
hermanita agarrándose a la madre con las dos manos —exactamente como una
monita— miraba a Winston con ojos muy abiertos y llenos de tristeza. Al
final, la madre le dio al niño las tres cuartas partes de la tableta y a la
hermanita la otra cuarta parte. La pequeña la cogió y se puso a mirarla con
indiferencia, sin saber quizás lo que era. Winston se la quedó mirando un
momento. Luego, con un súbito movimiento, le arrancó a la nena el trocito de
chocolate y salió huyendo.
—¡Winston! ¡Winston! —le gritó su madre—. Ven aquí, devuélvele a tu
hermana el chocolate.
El niño se detuvo pero no regresó a su sitio. Su madre lo miraba
preocupadísima. Incluso en ese momento, pensaba en aquello, en lo que había
de suceder de un momento a otro y que Winston ignoraba. La hermanita,
consciente de que le habían robado algo, rompió a llorar. Su madre la abrazó
con fuerza. Algo había en aquel gesto que le hizo comprender a Winston que
su hermana se moría. Salió corriendo escaleras abajo con el chocolate
derretiéndosele entre los dedos.
Nunca volvió a ver a su madre. Después de comerse el chocolate, se sintió
algo avergonzado y corrió por las calles mucho tiempo hasta que el hambre le
hizo volver. Pero su madre ya no estaba allí. En aquella época, estas
desapariciones eran normales. Todo seguía igual en la habitación. Sólo
faltaban la madre y la hermanita. Ni siquiera se había llevado el abrigo. Ni
siquiera ahora estaba seguro Winston de que su madre hubiera muerto. Era