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—No, no la asesiné. Físicamente, no.
En el ensueño había recordado su última visión de la madre y, pocos
instantes después de despertar, le había vuelto el racimo de pequeños
acontecimientos que rodearon aquel hecho. Sin duda, había estado
reprimiendo deliberadamente aquel recuerdo durante muchos años. No estaba
seguro de la fecha, pero debió de ser hacía menos de diez años o, a lo mas,
doce.
Su padre había desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto tiempo
antes, pero sí las revueltas circunstancias de aquella época, el pánico periódico
causado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse en las
estaciones del Metro, los montones de escombros, las consignas que aparecían
por las esquinas en llamativos carteles, las pandillas de jóvenes con camisas
del mismo color, las enormes colas en las panaderías, el intermitente crepitar
de las ametralladoras a lo lejos... y, sobre todo, el hecho de que nunca había
bastante comida. Recordaba las largas tardes pasadas con otros chicos
rebuscando en las latas de la basura y en los montones de desperdicios,
encontrando a veces hojas de verdura, mondaduras de patata e incluso, con
mucha suerte, mendrugos de pan, duros como piedra, que los niños sacaban
cuidadosamente de entre la ceniza; y también, la paciente espera de los
camiones que llevaban pienso para el ganado y que a veces dejaban caer, al
saltar en un bache, bellotas o avena.
Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró sorprendida ni
demasiado apenada, pero se operó en ella un súbito cambio. Parecía haber
perdido por completo los ánimos. Era evidente —incluso para un niño como
Winston— que la mujer esperaba algo que ella sabía con toda seguridad que
ocurriría. Hacía todo lo necesario —guisaba, lavaba la ropa y la remendaba,
arreglaba las camas, barría el suelo, limpiaba el polvo—, todo ello muy
despacio y evitándose todos los movimientos inútiles. Su majestuoso cuerpo
tenía una tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las horas muertas casi
inmóvil en la cama, con su niñita en los brazos, una criatura muy silenciosa de
dos o tres años con un rostro tal delgado que parecía simiesco. De vez en
cuando, la madre cogía en brazos a Winston y le estrechaba contra ella, sin
decir nada. A pesar de su escasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía
que todo esto se relacionaba con lo que había de ocurrir: aquel acontecimiento
implícito en todo y del que nadie hablaba.
Recordaba la habitación donde vivían, una estancia oscura y siempre
cerrada casi totalmente ocupada por la cama. Había un hornillo de gas y un
estante donde ponía los alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario de su madre
inclinado sobre el hornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobre todo
recordaba su continua hambre y las sórdidas y feroces batallas a las horas de
comer. Winston le preguntaba a su madre, con reproche una y otra vez, por