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identificable  a  aquel  vaporizado  habría  resultado  mortalmente  peligrosa.  De
               manera que la alusión que acababa de hacer O'Brien debía de significar una
               señal secreta. Al compartir con él este pequeño acto de crimental, se habían
               convertido  los  dos  en  cómplices.  Continuaron  recorriendo  lentamente  el
               corredor hasta que O'Brien se detuvo. Con la tranquilizadora amabilidad que
               él  infundía  siempre  a  sus  gestos,  aseguró  bien  sus  gafas  sobre  la  nariz  y

               prosiguió:

                   —Lo que quise decir fue que noté en tu artículo que habías empleado dos
               palabras  ya  anticuadas.  En  realidad,  hace  muy  poco  tiempo  que  se  han
               quedado  anticuadas.  ¿Has  visto  la  décima  edición  del  Diccionario  de
               Neolengua?

                   —No  —dijo  Winston—.  No  creía  que  estuviese  ya  publicado.  Nosotros
               seguimos usando la novena edición en el Departamento de Registro.


                   —Bueno, la décima edición tardará varios meses en aparecer, pero ya han
               circulado  algunos  ejemplares  en  pruebas.  Yo  tengo  uno.  Quizás  te  interese
               verlo, ¿no?

                   —Muchísimo  —dijo  Winston,  comprendiendo  inmediatamente  la
               intención del otro.

                   —Algunas de las modificaciones introducidas son muy ingeniosas. Creo
               que  te  sorprenderá  la  reducción  del  número  de  verbos.  Vamos  a  ver.  ¿Será

               mejor  que  te  mande  un  mensajero  con  el  diccionario?  Pero  temo  no
               acordarme; siempre me pasa igual. Quizás puedas recogerlo en mi piso a una
               hora que te convenga. Espera. Voy a darte mi dirección.

                   Se  hallaban  frente  a  una  telepantalla.  Como  distraído,  O'Brien  se  buscó
               maquinalmente en los bolsillos y por fin sacó una pequeña agenda forrada en
               cuero  y  un  lápiz  tinta  morado.  Colocándose  respecto  a  la  telepantalla  de
               manera  que  el  observador  pudiera  leer  bien  lo  que  escribía,  apuntó  la

               dirección. Arrancó la hoja y se la dio a Winston.

                   —Suelo estar en casa por las tardes —dijo—. Si no, mi criado te dará el
               diccionario.

                   Ya se había marchado dejando a Winston con el papel en la mano. Esta vez
               no  había  necesidad  de  ocultar  nada.  Sin  embargo,  grabó  en  la  memoria  las
               palabras escritas, y horas después tiró el papel en el «agujero de la memoria»

               junto con otros.

                   No habían hablado más de dos minutos. Aquel breve episodio sólo podía
               tener  un  significado.  Era  una  manera  de  que  Winston  pudiera  saber  la
               dirección  de  O'Brien.  Aquel  recurso  era  necesario  porque  a  no  ser
               directamente, nadie podía saber dónde vivía otra persona. No había guías de
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