Page 106 - 1984
P. 106

una especie extinguida. Solía hablar con él un rato antes de subir. El viejo salía
               poco, por lo visto, y apenas tenía clientes. Llevaba una existencia fantasmal
               entre la minúscula tienda y la cocina, todavía más pequeña, donde él mismo se
               guisaba y donde tenía, entre otras cosas raras, un gramófono increíblemente
               viejo  con  una  enorme  bocina.  Parecía  alegrarse  de  poder  charlar.  Entre  sus
               inútiles  mercancías,  con  su  larga  nariz  y  gruesos  lentes,  encorvado  bajo  su

               chaqueta de terciopelo, tenía más aire de coleccionista que de mercader. De
               vez en cuando, con un entusiasmo muy moderado, cogía alguno de los objetos
               que tenía a la venta, sin preguntarle nunca a Winston si lo quería comprar, sino
               enseñándoselo sólo para que lo admirase. Hablar con él era como escuchar el
               tintineo de una desvencijada cajita de música. Algunas veces, se sacaba de los
               desvanes de su memoria algunos polvorientos retazos de canciones olvidadas.
               Había  una  sobre  veinticuatro  pájaros  negros  y  otra  sobre  una  vaca  con  un

               cuerno  torcido  y  otra  que  relataba  la  muerte  del  pobre  gallo  Robín.  «He
               pensado  que  podría  gustarle  a  usted»,  decía  con  una  risita  tímida  cuando
               repetía  algunos  versos  sueltos  de  aquellas  canciones.  Pero  nunca  recordaba
               ninguna canción completa.

                   Julia  y  Winston  sabían  perfectamente  —en  verdad,  ni  un  solo  momento
               dejaban de tenerlo presente— que aquello no podía durar. A veces la sensación

               de que la muerte se cernía sobre ellos les resultaba tan sólida como el lecho
               donde estaban echados y se abrazaban con una desesperada sensualidad, como
               un alma condenada aferrándose a su último rato de placer cuando faltan cinco
               minutos para que suene el reloj. Pero también había veces en que no sólo se
               sentían  seguros,  sino  que  tenían  una  sensación  de  permanencia.  Creían
               entonces  que  nada  podría  ocurrirles  mientras  estuvieran  en  su  habitación.

               Llegar  hasta  allí  era  difícil  y  peligroso,  pero  el  refugio  era  invulnerable.
               Igualmente, Winston, mirando el corazón del pisapapeles, había sentido como
               si fuera posible penetrar en aquel mundo de cristal y que una vez dentro el
               tiempo se podría detener. Con frecuencia se entregaban ambos a ensueños de
               fuga. Se imaginaban que tendrían una suerte magnífica por tiempo indefinido
               y que podrían continuar llevando aquella vida clandestina durante toda su vida
               natural.  O  bien  Katharine  moriría,  lo  cual  les  permitiría  a  Winston  y  Julia,

               mediante  sutiles  maniobras,  llegar  a  casarse.  O  se  suicidarían  juntos.  O
               desaparecerían,  disfrazándose  de  tal  modo  que  nadie  los  reconocería,
               aprendiendo a hablar con acento proletario, logrando trabajo en una fábrica y
               viviendo  siempre,  sin  ser  descubiertos,  en  una  callejuela  como  aquélla.  Los
               dos sabían que todo esto eran tonterías. En realidad no había escapatoria. E

               incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban dispuestos a llevarlo a
               efecto. Dejar pasar los días y las semanas, devanando un presente sin futuro,
               era  lo  instintivo,  lo  mismo  que  nuestros  pulmones  ejecutan  el  movimiento
               respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible.

                   Además,  a  veces  hablaban  de  rebelarse  contra  el  Partido  de  un  modo
   101   102   103   104   105   106   107   108   109   110   111