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una especie extinguida. Solía hablar con él un rato antes de subir. El viejo salía
poco, por lo visto, y apenas tenía clientes. Llevaba una existencia fantasmal
entre la minúscula tienda y la cocina, todavía más pequeña, donde él mismo se
guisaba y donde tenía, entre otras cosas raras, un gramófono increíblemente
viejo con una enorme bocina. Parecía alegrarse de poder charlar. Entre sus
inútiles mercancías, con su larga nariz y gruesos lentes, encorvado bajo su
chaqueta de terciopelo, tenía más aire de coleccionista que de mercader. De
vez en cuando, con un entusiasmo muy moderado, cogía alguno de los objetos
que tenía a la venta, sin preguntarle nunca a Winston si lo quería comprar, sino
enseñándoselo sólo para que lo admirase. Hablar con él era como escuchar el
tintineo de una desvencijada cajita de música. Algunas veces, se sacaba de los
desvanes de su memoria algunos polvorientos retazos de canciones olvidadas.
Había una sobre veinticuatro pájaros negros y otra sobre una vaca con un
cuerno torcido y otra que relataba la muerte del pobre gallo Robín. «He
pensado que podría gustarle a usted», decía con una risita tímida cuando
repetía algunos versos sueltos de aquellas canciones. Pero nunca recordaba
ninguna canción completa.
Julia y Winston sabían perfectamente —en verdad, ni un solo momento
dejaban de tenerlo presente— que aquello no podía durar. A veces la sensación
de que la muerte se cernía sobre ellos les resultaba tan sólida como el lecho
donde estaban echados y se abrazaban con una desesperada sensualidad, como
un alma condenada aferrándose a su último rato de placer cuando faltan cinco
minutos para que suene el reloj. Pero también había veces en que no sólo se
sentían seguros, sino que tenían una sensación de permanencia. Creían
entonces que nada podría ocurrirles mientras estuvieran en su habitación.
Llegar hasta allí era difícil y peligroso, pero el refugio era invulnerable.
Igualmente, Winston, mirando el corazón del pisapapeles, había sentido como
si fuera posible penetrar en aquel mundo de cristal y que una vez dentro el
tiempo se podría detener. Con frecuencia se entregaban ambos a ensueños de
fuga. Se imaginaban que tendrían una suerte magnífica por tiempo indefinido
y que podrían continuar llevando aquella vida clandestina durante toda su vida
natural. O bien Katharine moriría, lo cual les permitiría a Winston y Julia,
mediante sutiles maniobras, llegar a casarse. O se suicidarían juntos. O
desaparecerían, disfrazándose de tal modo que nadie los reconocería,
aprendiendo a hablar con acento proletario, logrando trabajo en una fábrica y
viviendo siempre, sin ser descubiertos, en una callejuela como aquélla. Los
dos sabían que todo esto eran tonterías. En realidad no había escapatoria. E
incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban dispuestos a llevarlo a
efecto. Dejar pasar los días y las semanas, devanando un presente sin futuro,
era lo instintivo, lo mismo que nuestros pulmones ejecutan el movimiento
respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible.
Además, a veces hablaban de rebelarse contra el Partido de un modo