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activo, pero no tenían idea de cómo dar el primer paso. Incluso si la fabulosa
Hermandad existía, quedaba la dificultad de entrar en ella. Winston le contó a
Julia la extraña intimidad que había, o parecía haber, entre él y O'Brien, y del
impulso que sentía a veces de salirle al encuentro a O'Brien y decirle que era
enemigo del Partido y pedirle ayuda. Era muy curioso que a Julia no le
pareciera una locura semejante proyecto. Estaba acostumbrada a juzgar a las
gentes por su cara y le parecía natural que Winston confiase en O'Brien
basándose solamente en un destello de sus ojos. Además, Julia daba por cierto
que todos, o casi todos, odiaban secretamente al Partido e infringirían sus
normas si creían poderlo hacer con impunidad. Pero se negaba a admitir que
existiera ni pudiera existir jamás una oposición amplia y organizada. Los
cuentos sobre Goldstein y su ejército subterráneo, decía, eran sólo un montón
de estupideces que el Partido se había inventado para sus propios fines y en los
que todos fingían creer. Innumerables veces, en manifestaciones espontáneas y
asambleas del Partido, había gritado Julia con todas sus fuerzas pidiendo la
ejecución de personas cuyos nombres nunca había oído y en cuyos supuestos
crímenes no creía ni mucho menos. Cuando tenían efecto los procesos
públicos, Julia acudía entre las jóvenes de la Liga juvenil que rodeaban el
edificio de los tribunales noche y día y gritaba con ellas: «¡Muerte a los
traidores!». Durante los Dos Minutos de Odio siempre insultaba a Goldstein
con más energía que los demás. Sin embargo, no tenía la menor idea de quién
era Goldstein ni de las doctrinas que pudiera representar. Había crecido dentro
de la Revolución y era demasiado joven para recordar las batallas ideológicas
de los años cincuenta y sesenta y tantos. No podía imaginar un movimiento
político independiente; y en todo caso el Partido era invencible. Siempre
existiría. Y nunca iba a cambiar ni en lo más mínimo. Lo más que podía
hacerse era rebelarse secretamente o, en ciertos casos, por actos aislados de
violencia como matar a alguien o poner una bomba en cualquier sitio.
En cierto modo, Julia era menos susceptible que Winston a la propaganda
del Partido. Una vez se refirió él a la guerra contra Eurasia y se quedó
asombrado cuando ella, sin concederle importancia a la cosa, dio por cierto
que no había tal guerra. Casi con toda seguridad, las bombas cohete que caían
diariamente sobre Londres eran lanzadas por el mismo Gobierno de Oceanía
sólo para que la gente estuviera siempre asustada. A Winston nunca se le había
ocurrido esto. También despertó en él Julia una especie de envidia al
confesarle que durante los dos Minutos de Odio lo peor para ella era
contenerse y no romper a reír a carcajadas. Pero Julia nunca discutía las
enseñanzas del Partido a no ser que afectaran a su propia vida. Estaba
dispuesta a aceptar la mitología oficial, porque no le parecía importante la
diferencia entre verdad y falsedad. Creía por ejemplo —porque lo había
aprendido en la escuela— que el Partido había inventado los aeroplanos. (En
cuanto a Winston, recordaba que en su época escolar, en los años cincuenta y