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tres  o  cuatro  metros,  la  monstruosa  figura  de  un  soldado  eurasiático  que
               parecía avanzar hacia el que lo miraba, una cara mogólica inexpresiva, unas
               botas  enormes  y,  apoyado  en  la  cadera,  un  fusil  ametralladora  a  punto  de
               disparar.  Desde  cualquier  parte  que  mirase  uno  el  cartel,  la  boca  del  arma,
               ampliada  por  la  perspectiva,  por  el  escorzo,  parecía  apuntarle  a  uno  sin
               remisión. No había quedado ni un solo hueco en la ciudad sin aprovechar para

               colocar  aquel  monstruo.  Y  lo  curioso  era  que  había  más  retratos  de  este
               enemigo  simbólico  que  del  propio  Gran  Hermano.  Los  proles,  que
               normalmente  se  mostraban  apáticos  respecto  a  la  guerra,  recibían  así  un
               trallazo para que entraran en uno de sus periódicos frenesíes de patriotismo.
               Como  para  armonizar  con  el  estado  de  ánimo  general,  las  bombas  cohetes
               habían matado a más gente que de costumbre. Una cayó en un local de cine de
               Stepney, enterrando en las ruinas a varios centenares de víctimas. Todos los

               habitantes del barrio asistieron a un imponente entierro que duró muchas horas
               y que en realidad constituyó un mitin patriótico. Otra bomba cayó en un solar
               inmenso que utilizaban los niños para jugar y varias docenas de éstos fueron
               despedazados. Hubo muchas más manifestaciones indignadas, Goldstein fue
               quemado en efigie, centenares de carteles representando al soldado eurasiático

               fueron rasgados y arrojados a las llamas y muchas tiendas fueron asaltadas.
               Luego se esparció el rumor de que unos espías dirigían los cohetes mortíferos
               por medio de la radio y un anciano matrimonio acusado de extranjería pereció
               abrasado cuando las turbas incendiaron su casa.

                   En la habitación encima de la tienda del señor Charrington, cuando podían
               ir allí, Julia y Winston se quedaban echados uno junto al otro en la desnuda
               cama  bajo  la  ventana  abierta,  desnudos  para  estar  más  frescos.  La  rata  no

               volvió,  pero  las  chinches  se  multiplicaban  odiosamente  con  ese  calor.  No
               importaba.  Sucia  o  limpia,  la  habitación  era  un  paraíso.  Al  llegar  echaban
               pimienta comprada en el mercado negro sobre todos los objetos, se sacaban la
               ropa  y  hacían  el  amor  con  los  cuerpos  sudorosos,  luego  se  dormían  y  al
               despertar  se  encontraban  con  que  las  chinches  se  estaban  formando  para  el
               contraataque. Cuatro, cinco, seis, hasta siete veces se encontraron allí durante
               el  mes  de  junio.  Winston  había  dejado  de  beber  ginebra  a  todas  horas.  Le

               parecía  que  ya  no  lo  necesitaba.  Había  engordado.  Sus  varices  ya  no  le
               molestaban;  en  realidad  casi  habían  desaparecido  y  por  las  mañanas  ya  no
               tosía  al  despertarse.  La  vida  había  dejado  de  serle  intolerable,  no  sentía  la
               necesidad de hacerle muecas a la telepantalla ni el sufrimiento de no poder
               gritar palabrotas cada vez que oía un discurso. Ahora que casi tenían un hogar,

               no  les  parecía  mortificante  reunirse  tan  pocas  veces  y  sólo  un  par  de  horas
               cada vez. Lo importante es que existiese aquella habitación; saber que estaba
               allí era casi lo mismo que hallarse en ella. Aquel dormitorio era un mundo
               completo,  una  bolsa  del  pasado  donde  animales  de  especies  extinguidas
               podían  circular.  También  el  señor  Charrington,  pensó  Winston,  pertenecía  a
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