Page 80 - Las Chicas de alambre
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—Guapa.
               —¿Te ha preguntado... ?

               —Sí.
               Me senté a su lado y le estreché la mano. La tenía muy fría. Ella acabó girando el cuerpo
               para abrazarme con la otra. Me dio un beso en la comisura de los labios. Un beso cálido,
               no erótico. Su mano acarició mi mejilla.
               —Gracias —musitó.
               Nadie la había tratado demasiado bien. Lo sabía.
               O quizá todo lo contrario: demasiado bien... por egoísmo y otros intereses.

               —Pero deberás buscarte un lugar donde dormir, ¿vale? —bromeé.
               —Tranquilo —también lo hizo ella—. O mato al novio de mi compañera o establecemos
               unas normas.
               —En tres meses y con un buen sueldo fijo, podrás vivir sola.
               No  nos  movimos.  Los  segundos  empezaron  a comérsenos  despacio.  Noté  que  nos
               encontrábamos bien. Que nos sentíamos bien. La sorpresa inicial, tras conocernos, cedía,
               se iba convirtiendo en calma. Era el momento de pensar de verdad en ser amigos, vernos,
               tal vez salir, seguir...
               ¿Quién dijo: «Me encanta el futuro porque he de vivir en él»?
               —Jon.

               —¿Qué?
               —¿Has dicho en serio que tenías una pista?
               —¿Sobre Vania? Sí.
               La tenía desde hacía tres días, desde la tarde de mi estancia en la habitación de Barbara
               Hunt, pero la había acabado de ver clara justamente en aquellos minutos, con Sofía a mi
               lado, sola, sin nadie, desprotegida.
               Como decía la canción: «Todo el mundo necesita a alguien.»
               Cadafalch repitió su expresión de disgusto de la primera vez al verme plantado en la
               puerta de su casa, esperándola. Yo hice lo que se supone que debe hacer un joven
               educado en tales circunstancias: tomar las dos pesadas bolsas de la compra para ayudarla.
               —Si me permite.

               No la conmovió mi gesto, aunque dejó que las tomara.
               —¿Qué está haciendo aquí?
               —He de hablar con usted.

               —Ya se lo conté todo la otra vez.
               —Tengo una pista.
               Ya había abierto el bolso, para buscar las llaves de la puerta de entrada al inmueble. Mis
               palabras frenaron su gesto y se quedó con ellas en las manos. Me miró como si yo fuese
               un vendedor de seguros dispuesto a colocarle uno.
               —¿Una pista de qué?
               —Del paradero de su sobrina —me arriesgué a manifestarlo en voz alta.
               —¿Dónde está?

               —Aún no puedo decírselo. Primero debo confirmar algunas cosas.


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