Page 75 - Las Chicas de alambre
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Al anochecer, un poco cansado después de la noche de marcha, y todavía con el cambio y
               el desfase horario afectándome, aterricé en la más hermosa —por europea— de las
               ciudades americanas. Los mismos habitantes de Nueva York, Chicago o Miami, y ya no
               digamos Los Ángeles, aseguran que en San Francisco «nunca pasa nada», sinónimo de
               paz y tranquilidad.
               Me metí en un motel; un  travelodge  que pillé en el mismo centro. No hice más que
               aparcar, pedir una habitación y dejar la bolsa. Salí en cinco minutos, tomé un taxi, y le
               dije al tipo que me llevara a Market con Powell. No es que me supiera las calles de
               memoria, pero llevaba un buen mapa de la ciudad, y también había estado allí dos veces.
               En el famoso cruce donde arranca el tranvía de la ciudad, pagué a mi taxista y me subí a
               uno. Me bajé en Fisherman's Wharf, el viejo muelle de pescadores, donde se pueden
               encontrar decenas de restaurantes de todos los tamaños y precios.
               Lo reconozco, estaba deprimido.

               Ideal para cenar solo.
               Vania, Sofía, Barbara.
               Especialmente, y por la proximidad, esta última. Un raro espécimen de chica maravillosa
               en todos los sentidos.
               Cené; paseé por el muelle 39, que es una suerte de Maremagnum barcelonés sólo que con
               la tradición de su historia; compré algunos regalos en las tiendas abiertas aún para los
               turistas, ya que no había comprado nada para mamá, Elsa, Carmina... y después ya no
               jugué al turista típico, a pesar de ser sábado noche: un taxi me devolvió al motel. El
               cansancio me pudo en cuanto caí en la cama.
               Menos mal que había pedido que me despertaran, porque si no...
               Los padres de Nicky Harvey vivían en el barrio-distrito de Richmond, entre Presidio y el
               Golden Gate Park; así que mientras circulaba en dirección a su casa pude ver a lo lejos y
               a mi derecha el legendario puente del Golden Gate. La primera vez que estuve allí lo
               recorrí por arriba —en coche— y por debajo —en barco—. Esta vez, me ahorraba el
               turismo. Si conseguía hablar con ellos, quizá pudiera subir a un avión con destino a
               Europa a lo largo del día, para enlazar allí con algún vuelo rumbo a Barcelona. Sería otra
               paliza, pero todos los viajes largos lo son. Ya no tenía nada que hacer allí.

               Última etapa.
               Aparqué en la esquina de la calle. Los Harvey, por lo visto, seguían viviendo donde lo
               habían estado haciendo toda la vida, porque su casa era señorial, elegante, y muy antigua.
               Piedras con decenas de años. Había por allí mucha clase. Eso me dio mala espina. Un
               raro presentimiento. Nicky Harvey era uno de los grandes protagonistas, y también uno
               de los grandes derrotados, de toda la historia de las Wire-girls. Para Agatha Hunt, era el
               asesino de Pleyel. Para Frederick Dejonet y Trisha Bonmarchais, un completo estúpido
               incapaz de llegar a tanto. Diez años después, ¿estarían sus padres dispuestos a hablar con
               un desconocido periodista español?
               Era la hora de comer; pero en domingo no sabía si estarían en casa. Si me veía obligado a
               esperar a la noche, ya no podría regresar hasta el día siguiente. Eso si encontraba vuelo.
               La incertidumbre en mi trabajo suele entenderse como irremediable, aunque yo no estaba
               para filosofías en ese momento. Algo me impulsaba a terminar ya mi estancia en Estados
               Unidos.
               Llegué a la puerta exterior. Estaba abierta. No era una valla con medidas de seguridad ni
               nada de eso. Sólo un seto con una puerta de madera. Entré con cuidado, no fuera a

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