Page 85 - Las Chicas de alambre
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todo lo demás de Vania. ¿Recuerdas que te hablé de ella?
—¿Vive en Aruba?
—Sí.
—¿Y qué te hace pensar que ella... ?
—La letra pequeña, mamá. La letra pequeña. En todas partes ha salido ella. La tía de
Vania me la puso a caldo, poniéndola a caer de un burro por «intrusa»; pero el motivo era
obvio: Vania quería a esa mujer; le hacía de madre, y madre...
—...No hay más que una y a ti te encontré en la calle; ya lo sé —suspiró la mía.
—Después me habló de ella Robert Ashcroft, igualmente con poca simpatía, acusándola
de ser un sargento y de tener monopolizada a su ex. E incluso una chica de dieciocho
años, Barbara Hunt, la recordaba como alguien importante no sólo en la vida de Vania,
sino en la de su hermana Jess y en la de Cyrille. O sea, que son demasiadas
coincidencias. Esa mujer estuvo siempre ahí, en las sombras. Tengo una fotografía de
Vania saliendo de los juzgados de París cuando el juicio de Nicky Harvey, que habla por
sí sola. Noraima Briezen es la letra pequeña de esta historia.
—¿Crees que ella puede saber dónde está Vania?
—Sí.
—Entonces, adelante; por supuesto.
—Hubiera podido pasar mañana por la redacción y largarme dentro de un par de días,
pero...
—Lo sé, lo sé —me confirmó ella—. No has de contarme a mí lo que es el gusanillo.
—Pues eso.
—No te estarás obsesionando demasiado con este reportaje, ¿verdad?
—No —contesté, alargando mucho la o.
—¿Cuánto hace que no duermes ocho horas seguidas? Llegaste ayer de Estados Unidos y
ahora quieres volver a cruzar el charco.
—Hoy he dormido más de ocho horas, y la semana pasada, en los United States, también
me porté como Dios manda. ¿Crees que soy un reportero crápula que a cuenta de la
empresa se lo monta de puta madre, madre?
—Anda, no te enrolles. Espero que aciertes.
—Resérvame la próxima portada.
—Ya.
—¡Como no saques esto en portada, me voy a la competencia!
—No tenemos competencia, y lo sabes.
Eso era verdad. Revistas del corazón había muchas, y de política, y de cocina, y de
informática, y de... Pero como Zonas Interiores, no.
—No tengo confirmado el billete de vuelta todavía —fue lo último que le dije—. A lo
mejor me quedo allí un par de días escribiendo el reportaje.
—¡Tendrás cara!
—A mi cargo, vale.
—¡Jonatan!
Iba a pedirle que, al día siguiente, tratara bien a Sofía, pero temí que volviera a ponerse
irónica. Tampoco era necesario más. Por un lado, Sofía era perfecta, encajaba, y, con su
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