Page 78 - Las Chicas de alambre
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Continuó mirándome con aquellos ojos duros y al mismo tiempo cargados de ternura.
               Como una pistola de aspecto frío con balas de calor en su interior.
               —Todo es una mierda, Jon —exhaló.

               —No es cierto.
               —Eres una persona positiva, vale.
               —Tampoco es tan simple.
               —Basta con mirar la tele. En el telediario te cuentan las desgracias del día, los muertos,
               las guerras. Después te hacen un programa de «gente guapa». Yo quiero estar en este
               último, no en el primero.
               Comenzó a desmoronarse.
               —Todo el mundo está en uno de los dos lados alguna vez.

               —Estoy asustada —reconoció.
               La abracé. No fue un gesto individual, de ella buscando protección ni mío tendiendo a
               dársela. Fue conjunto. Apoyó su cabeza entre mi cuello y mi pecho, y con un brazo le
               acaricié la espalda mientras con la otra mano subía hasta su nuca.
               Desde aquella posición, como si su voz fluyera de mi propio pecho, le oí decir:
               —Si tuviera un trabajo... No renunciaría a mis sueños, pero por lo menos me podría
               tomar las cosas con más calma, encontrarle un sentido a todo.
               La aparté de mí, despacio.

               —¿Lo dices en serio?
               —Sí. ¿Por qué? —no entendió mi reacción.
               —El día que nos conocimos me dijiste que si no pudieras seguir como modelo y tuvieras
               que trabajar, al menos te gustaría trabajar en algo que te gustara. Por lo menos eso.
               —Claro.
               —¿Quieres trabajar?

               —Sí. Bueno, no me gustaría lavar platos en un restaurante, ya sabes, pero...
               Hice que se sentara en la cama. Después tomé el teléfono y marqué el número de la
               revista. Me extrañó no oír la voz de Elsa al otro lado. Supuse que sería su rato libre para
               desayunar o que se encontraría resolviendo algún tipo de obligación perentoria. Carmen,
               la suplente en estos casos, me pasó con mi madre inmediatamente.

               Sofía me miraba con el ceño fruncido.
               —¡Jonatan! ¿Qué tal todo?
               —Luego te lo cuento, mamá. Ahora tengo un poco de prisa.

               —Pero, ¿dónde estás?
               —Aquí, en Barcelona, en casa. Llegué anoche, aunque muy tarde para llamarte.
               —¿Y a qué se deben las prisas?
               —¿Laura se va a fin de mes como dijiste?
               —Sí, ésta es de las que se casan de verdad y cuelga los hábitos.

               —¿Tienes ya a alguien?
               —Iba a poner un anuncio en el periódico.
               —Espera —tapé el auricular con la mano y me dirigí a Sofía—: ¿Te hace un puesto en el
               departamento de publicidad de Zonas Interiores?


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