Page 77 - Las Chicas de alambre
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penumbra unos instantes y hasta me dio por sonreír. Después le pasé una mano por la
               frente para apartarle un mechón de cabello. Su rostro revestido de paz aún era más de
               porcelana, y estaba muy hermosa. Relajadamente hermosa.
               Suspiré, dejé mi bolsa de viaje en un rincón, me desnudé y me metí en la cama, al otro
               lado. Ella dormía muy apretada en su extremo.
               Creo que no me dio tiempo ni a cerrar los ojos.

               Cuando me desperté, a las diez de la mañana, Sofía seguía dormida.
               Me levanté, aunque me hubiera dado la vuelta con gusto para dormir dos o tres horas
               más, y me metí en el  baño. Pasé unos quince minutos bajo la ducha, con los ojos
               cerrados, dejando que el agua me cayera por encima. Después salí, me sequé el cuerpo y
               el pelo, y me afeité. Menos mal que llevaba una toalla en la cintura. Al abrir la puerta,
               ella fue lo primero que vi.

               Ya había levantado las persianas, pero iba tal cual se acostó la noche anterior, con una
               larga camiseta tamaño XL hasta la mitad de los muslos. Muchas mujeres dicen eso de:
               «Si me vieras por la mañana, cambiaría tu opinión acerca de mí.» La mía acerca de ella
               no varió. Con el cabello alborotado y sin arreglar, estaba aún mejor que maquillada, más
               natural. El color rojo de la camiseta la favorecía.
               Nos quedamos mirando apenas un segundo.
               —Oye, lo siento; pero es que mi compañera de piso y su maldito novio... —quiso
               justificar su presencia en mi piso.

               —No importa —impedí que acabara su frase—. No te habría dicho dónde está la llave si
               no fuera así.

               —Eres demasiado confiado. ¿No tienes miedo de que te vacíen esto?
               Me importaba, claro; pero no en el sentido al que se refería ella. Me encogí de hombros.
               —No me gusta vivir atemorizado ni en jaulas de cristal.
               Sofía parecía muy tranquila, muy relajada, como si hubiera dormido bien o se sintiera
               mejor que la última vez que estuvo allí.
               —No tienes mucho apego a las cosas materiales, ¿verdad?

               —No mucho —reconocí.
               Ella se acercó a mí. Se detuvo a menos de un metro, se cruzó de brazos y me miró
               fijamente, con una leve sombra de ternura y envidia en los ojos.
               —Eres libre, quieres vivir, viajar, hacer lo que te gusta...
               —Sí.

               No le dije que se olvidaba de algo muy importante: amar. Todo tiene un precio, y el mío
               era pasar mucho tiempo solo.
               —Bueno —suspiró—, supongo que todo el mundo quiere algo.
               Iba a apartarse, para meterse en el baño o hacer cualquier otra cosa. La retuve sujetándola
               de un brazo, con suavidad.
               —La diferencia es que lo mío es más sencillo que lo tuyo —le dije—. Tú buscas el éxito,
               y te da rabia no lograrlo; ver cómo la fama y el dinero son para otros. Te sientes
               maltratada. Eres guapa y crees que no te sirve de nada salvo para torturarte.
               —¡Jo, tío! —puso cara de dolor de estómago.
               Pero no pasó de mí.



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