Page 82 - Las Chicas de alambre
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¿Le decía que era la mejor y única amiga de Vania, y más después de la muerte de Cyrille
               y de Jess? ¿Le decía que allí donde ella, pese a ser su tía carnal, nunca había llegado, sí lo
               hizo el corazón y la ternura de una mujer de Araba llamada Noraima? ¿Le recordaba que
               era una mujer solitaria y amargada, tal vez marcada por la belleza de su hermana menor,
               o por su desliz al quedarse embarazada de un hombre casado, o celosa de su maternidad
               pese a ello, o con un cierto desprecio hacia Vania por tratarse de... una bastarda? ¿Se lo
               decía?

               No. La necesitaba. Era mi único puente hacia esa pista. Hacia esas cajas en las que, de
               todas formas, pudiera ser que no encontrara nada.

               —Vamos, señora Cadafalch. Ayúdeme, y ayúdese a sí misma. No le hará daño saber la
               verdad, quitarse las dudas. Y si estoy equivocado...
               —No va a llevarse nada —me advirtió.
               —No lo haré.
               —No me lo pida. No insista. Y como me lo robe...

               —Nunca he conseguido así una información.
               Ya no tenía más argumentos.
               —Venga —me ordenó.
               La seguí de nuevo. Caminó por el pasillo hasta la segunda puerta a la izquierda. La abrió,
               conectó la luz y se detuvo en el centro. Era una salita diminuta, con una mesa redonda al
               fondo, de esas antiguas con un brasero en los bajos, y un par de butaquitas a ambos lados
               de ella además de una silla. En la pared frontal, sobre la mesa, pude ver una ventana con
               la persiana cerrada. En la de la derecha, una librería con libros saliéndosele por todas
               partes. En la de la izquierda, un armario. Fue lo que me señaló.
               —Arriba —dijo—. Yo no llego.
               Yo sí. Abrí las dos puertecitas de la parte superior y vi las cajas. Dos simples cajas de
               cartón, bastante grandes. Alargué los brazos y atrapé la primera. Pesaba bastante. La
               sujeté, la hice descender y la coloqué sobre la mesita. Repetí la operación con la segunda.
               Estaban cerradas; pero bastaba con alzar las cuatro partes dobladas sobre sí mismas. Una
               vez en la mesa las dos, miré a Luisa Cadafalch. Temí que se quedara a mi lado, aún
               desconfiando, vigilándome como un buitre.
               Suspiró, dando por perdida la batalla, y noté cómo se rendía de forma absoluta.
               —Si quiere algo, llámeme.
               —Gracias.
               No dijo nada más. Se limitó a salir de la habitación, aunque dejó la puerta abierta.

               Me quedé solo con mi tesoro.
               Me picaban los dedos, y la razón, pero no me precipité. Primero abrí una, extraje el
               contenido   y   lo   deposité   en   la   mesita.   Después,   de   forma   sistemática,   procedí   a
               inspeccionarlo todo, volviendo a dejarlo en el fondo de la caja una vez examinado y en
               perfecto orden. Luisa Cadafalch tenía razón, el contenido de las cajas lo integraban un
               montón de fotografías de Vania antes y durante su etapa de modelo famosa; pero eran
               fotografías   personales   y   familiares,   no   de   pose.   Fotografías   con   amigas   y   amigos
               adolescentes, un par con Tomás Fernández, media docena con Nando Iturralde, ninguna
               con su madre o con su tía, que por ser más íntimas no tenían por qué estar allí. También
               había recuerdos típicos de cualquier persona: algunos posavasos de lugares diversos,
               entradas de cine, teatro, objetos tan dispares como unas gafas de sol, un viejo reloj ya

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