Page 76 - Las Chicas de alambre
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aparecer un bulldog o un doberman que me dejara la voz atiplada, y alcancé la puerta de
               la casa. No había timbre, así que golpeé con un llamador de bronce que se abatía sobre
               una placa del mismo metal. En menos de tres segundos, me abrió una doncella vestida de
               doncella, es decir, con un uniforme blanco, cofia incluida.
               —¿Los señores Harvey?
               Iba a sacar una tarjeta, pero no me dio tiempo. Un hombre apareció por detrás de la
               doncella. Tendría unos sesenta o sesenta y cinco años.
               —Déjelo, Lena —le ordenó a la chica.

               La doncella se retiró. O más bien fue como si se evaporara. Ni siquiera supe por dónde.
               —Disculpe...
               Supe que era el padre de Nicky Harvey. Sólo lo supe.
               —Me llamo Jon Boix y soy de España. Querría hablar con usted, si me lo permite. Ahora
               o más tarde, no importa.
               Logré sacar mi tarjeta.

               No creo que supiera lo que era Zonas Interiores, pero tampoco hizo falta.
               —¿Con qué objeto?
               —Estoy haciendo un reportaje sobre Vania, la modelo que...
               El resto fue muy, muy rápido.

               Primero, el estallido:
               —¡Déjennos en paz!
               Segundo, el portazo.
               Fuerte, seco, contundente. Como que si llego a tener la nariz dentro del marco me la
               aplasta.
               Tercero, la advertencia:

               —¡Si no desaparece en un segundo, llamaré a la policía!
               No tuvo que decírmelo dos veces.
               Salí de allí, subí al coche, y ya no paré hasta la terminal del aeropuerto internacional de
               San  Francisco. Devolví  el  automóvil  de  alquiler  en las oficinas de  la agencia del
               aeropuerto, y tres horas después subía a un vuelo directo a Londres —sólo quedaba
               primera—, con la única duda sobre el enlace de Iberia para Barcelona, todavía pendiente
               y en lista de espera a confirmar a mi llegada a la capital del Imperio Británico, o lo que
               quedase de él después de los Beatles.


                                                          XXIV



               Cuando abrí la puerta de mi pequeña jaula de grillos, había perdido la noción del tiempo.
               Sólo sabía que estaba muy cansado, y medio dormido. Llevaba todavía el reloj con la
               hora de la costa Oeste americana. Pero lo segundo que pude ver al entrar fueron los
               dígitos de mi radio-despertador señalando la una y cuarto de la madrugada.
               Digo lo segundo, porque lo primero fue el bolso de Sofía justo en la entrada.
               No encendí la luz.
               Ella estaba en la cama, dormida, como un tronco. Probablemente aunque le hubiese dado
               a la luz, y al estéreo, y encima hubiese cantado yo, no se habría despertado. La miré en la

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