Page 81 - Las Chicas de alambre
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—No le creo, señor...
               —Boix. Jon Boix —le recordé—. Y le juro que no me lo estoy inventando para que me
               deje ver las cosas de Vania... de Vanessa.

               —¿Qué es lo que quiere ver? —se alarmó aún más.
               —Usted me dijo que un día la llamaron por ser su único familiar legal, para que recogiera
               sus cosas del piso que tenía en Barcelona. Y me dijo que conservó un par de cajas con
               fotografías familiares.
               Seguíamos en la puerta de la calle, ella con las llaves en la mano y yo con las dos bolsas
               en las mías. ¡Y lo que pesaban!
               —Usted no tiene ninguna pista, señor Boix. Usted sólo quiere ver esas cajas y remover en
               la basura. Mi sobrina está muerta. No sé por qué no se ha sabido, cómo pudieron
               enterrarla o qué pasó; pero está muerta. Ya se lo dije. Diez años es mucho tiempo.
               Pensé en Vania con su tía. La pareja imposible.
               No, era lógico. Si vivía, era lógico.
               —Creía que usted querría saber la verdad.

               —¡Quiero saber la verdad! —casi gritó.
               —Entonces soy su única esperanza. Si mi pista es tan buena como mi intuición, sólo
               depende de un pequeño detalle.
               —¿Cuál?
               —Que dé con Noraima, la criada de su sobrina.
               —¿Ella?

               Iba a dejar las dos bolsas en el suelo, o mis brazos acabarían creciendo. No hizo falta.
               Los últimos cinco segundos fueron de silencio, mientras Luisa Cadafalch me observaba
               fijamente, calibrando el valor, el sentido o la honestidad de mis palabras. Puse mi mejor
               cara de buen chico. Pero pienso que esto no la convenció.

               Sino la lógica.
               Introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta, permitió que yo entrara con mi carga y
               subimos en el ascensor hasta su planta. En silencio. Yo ya tenía las manos blancas. Me
               sentí aliviado cuando, una vez en el recibidor de su piso, me hizo dejar las dos bolsas. No
               le pregunté dónde estaba la cocina ni ella me lo dijo. Ya a salvo de oídos extraños y
               miradas ajenas, rompió aquel inusitado silencio.

               —Escriba algo que no me parezca bien, señor Boix, y le demando —me amenazó.
               —Ya le dije que yo la adoraba, señora. Que quiero hablar de su lado humano, de la
               persona que había en ella, debajo de lo demás. Si murió, quiero colocarla en su sitio y
               ayudar a las futuras Vanias que surjan. Si vive, quiero saber qué pasó y escribir una
               historia de verdad. Zonas Interiores no es prensa amarilla. Tiene que saberlo. —Yo miré
               el contenido de esas cajas —volvió a la carga con su escepticismo—. En ellas no había
               nada: fotos, cartas, recuerdos personales. Por eso no las tiré. Pero nada más.
               Ya estábamos en la sala.

               —Sólo necesito saber algo más de esa mujer.
               —¿Cómo ha dicho que se llamaba?
               —Noraima.
               —Ni siquiera recuerdo ese nombre. No va a encontrarlo ahí. Por Dios, si no era más que
               la criada.

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