Page 38 - Las Chicas de alambre
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—¿Qué pasa, que tu mejor amigo murió con la jeringuilla en la vena?
               —Da lo mismo. No lo entenderías.

               —¿Así que es eso? ¿La falsa superioridad del puro de corazón y fuerte de carácter? ¡Yo
               sólo pensé que eras normal!
               —Soy normal. Tú no lo eres. Yo no necesito eso. Nunca lo he necesitado.
               Ya no quiso contestar. Seguía con los ojos enrojecidos, rabiosa, frustrada por la pérdida
               de su material y por el cambio de planes. Pensé que se marcharía, que lo de su amiga era
               una excusa. Pero no. Lo único que hizo fue dar media vuelta, y pese a ser muy temprano
               se metió en mi cama, apartada lo más que pudo del centro, y me dio la espalda, dispuesta
               a dormir.
               Eso fue todo.
               O sea, que he tenido noches mejores.


                                                            XII



               Sofía ya no estaba por la mañana, al despertar.

               Me había metido en la cama —por suerte es espaciosa, así que ni nos habíamos rozado—
               y, aunque con dificultad, porque es duro dormir teniendo tan cerca a una mujer como
               ella, al final me quedé dormido.

               Supongo que esperaba que yo lo intentara.
               O que al menos le hablara.
               Pero no lo hice. Me sentía extraño. Y ya no pensaba en Vania. Pensaba en la propia
               Sofía. Y en todas las Sofías candidatas a modelo o ya profesionales, que caían en manos
               de aquella locura.
               Así que se había ido, sin hacer ruido.
               El billete de diez mil pesetas seguía en el suelo, en el mismo lugar donde se cayó la
               noche anterior.
               Acabé de hacer la maleta, metí lo imprescindible para una semana y me fui a la redacción
               de  Z.I.  intentando no pensar demasiado en mi nueva amiga. Probablemente ya no la
               volvería a ver. Antes de decirle adiós a mi madre pasé por administración para recoger
               los pasajes de avión y unos cuantos dólares en metálico para gastos. Porfirio me hizo
               firmar los correspondientes recibos.
               —El regreso de Estados Unidos está abierto, como querías.
               —De acuerdo.

               —Bien vives —me dijo, estudiando y envidiando mi aspecto de hombre aventurero.
               —Ya me gustaría verte yo a ti en esa selva —señalé al otro lado de la ventana.
               Porfirio era bajito, regordete, calvo. El perfecto administrador.
               —Tráeme...

               —Los justificantes, sí, descuida —asentí rápido.
               Le dejé calibrando nuestras diferencias laborales y pasé por el despacho de mi querida
               Carmina. Mi «conseguidora» me lanzó una sonrisa feliz y me tendió una hoja de papel.
               —Creo que es todo —dijo con su eficacia natural—. Y lo que no he podido conseguir o
               no está claro... te he puesto cómo intentar lograrlo.

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