Page 36 - Las Chicas de alambre
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—Hay que ser de una pasta muy especial, o estar muy harta, para dejarlo todo y
               desaparecer. ¿Tú lo harías?
               —¿Yo? No, ni hablar. Quiero ser una buena modelo, quiero ser una top, quiero ser la
               número uno. Y cuando lo consiga... —apretó los puños y los labios con fuerza.
               —Estás loca.

               —Sí, sí, loca.
               —¿No te hablé de Cyrille, y de Jess Hunt, o de la propia Vania? Pagaron su precio,
               ¿sabes?
               —Mira, Jon: hay un millón de tías en el mundo que darían media vida por ser ellas, y yo
               la primera. Ellas la cagaron. Yo no lo haría.
               —Ya.
               —Bueno, y si la cago, ¿qué? —me desafió—. Habrá valido la pena.

               —¿Tú crees?
               —¿Estar arriba como estuvieron ellas durante siete u ocho años, cuando eres joven,
               viajar, conocer gente, tener poder, ser admirada, ganar la pasta que ganan? ¡Vamos, Jon!
               ¿Estás de broma? ¡Claro que vale la pena!
               —Seguro que cuando Cyrille se suicidó, o cuando Jess Hunt supo que iba a morir a causa
               de aquella sobredosis, pensaron: «¿Ya está? ¿Ya se ha terminado todo?» Y entonces
               debió parecerles muy breve, espantosamente breve. Como una burla del destino.

               —¿Eres un moralista o qué? —me miró escéptica.
               —Amo la vida, nada más. Y si mi madre me dice que cuando se está mejor es a los
               treinta, y a los cuarenta y a los cincuenta, la creo.
               —¡Eso lo dice porque ella ha pasado los treinta, y los cuarenta, y está en los cincuenta,
               por Dios!
               —Entonces debe de ser porque pienso que el mundo de las supermodelos está viciado, y
               que juega con los sueños de sus protagonistas tanto como con los de las millones de
               adolescentes que las imitan.
               —O los de sus madres, que son las que están gordas como focas, y buscan el éxito de sus
               nenas para paliar sus propios fracasos.
               —Míralo como quieras, pero si piensas así, es como para preocuparse —quise terminar
               aquella conversación—. El éxito a cualquier precio no vale la pena, porque siempre vas a
               pagar más.
               —Cómo se nota que siempre has vivido de puta madre —chasqueó la lengua mordaz mi
               aguerrida amiga—. Voy a pegarme un duchazo, ¿vale?

               —Está bien —me relajé.
               Pasó por mi lado después de recoger su bolsa.
               —¿Sabes lo que pienso? Pues que este trabajo ya te está afectando, y eso que acabo de
               conocerte y tú estás empezándolo.
               Sí, tenía intuición, desde luego.
               Por alguna extraña razón, ya llevaba a Vania metida en la cabeza.
               Sofía entró en el baño y cerró la puerta. Yo me senté delante de mi mesa de trabajo,
               situada en el ángulo más opuesto de la sala, y comencé a reunir todo lo que había estado
               haciendo a lo largo de la semana, las impresiones de los primeros entrevistados. Seguía
               sin tomar notas en vivo y sin grabar nada. Para ellos era mejor. Hablaban más y más

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