Page 39 - Las Chicas de alambre
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—¿Por ejemplo?
               —La última dirección de Robert Ashcroft en Nueva York era de una galería de arte en
               Tribeca; pero ese tipo de galerías abre y cierra como si nada. Tal vez ya no esté allí. Así
               que te he puesto media docena de teléfonos de gente conocida y vinculada con el mundo
               del arte. Tampoco sé si la madre de Jess Hunt sigue en Los Ángeles. Su hija pequeña
               trabaja en una serie de televisión, pero igual la han cancelado y...
               —Eres un sol.
               —A ver qué día me llevas a dar un paseo por Kenia o por Jordania.

               —¿Te imaginas, tú y yo juntos?
               —No —se echó a reír.
               Le lancé un beso y entonces, sí, me fui a por mi madre.
               Estaba dando los últimos toques a la portada del número de esa semana, así que hice lo
               que suelo hacer en estos casos: meter baza. El montador, que estaba con ella, se puso a
               temblar.
               —Yo bajaría esta foto un centímetro, le daría algo de color a este titular y destacaría aún
               más el principal en rojo.
               —Te voy a buscar trabajo en el Hola o en el Lecturas —me amenazó ella.

               El montador sonrió por debajo del bigote.
               Esperé a que terminaran sin abrir más la boca, es decir, privándoles de mis consejos y mi
               experiencia. Cuando el montador se fue con la portada aprobada, me quedé a solas con
               ella. Todavía me quedaba tiempo suficiente para llegar al aeropuerto y salir rumbo a
               París.

               —¿Cuándo te vas? —quiso saber mamá.
               —Diez minutos.
               —¿Qué tal el viernes?

               —No muy bien —puse cara de desconfianza—. Tomás Fernández, el noviete de Vania
               cuando ella tenía dieciséis años, sigue siendo un borde integral de los que se merecen que
               los pise un coche en un paso de peatones. Y Nando Iturralde, aunque fue mucho mejor,
               tampoco aportó gran cosa. Material para un buen reportaje, sí; pero poco más.
               —¿Y el «toque Boix»?

               —Oh, sí, el toque Boix. Lo olvidaba.
               Mi madre abrió el cajón central de su mesa. Extrajo una revista de él y me la tendió. Era
               española, fechada un año antes.
               —Hay un buen artículo sobre el mundo de la moda, las tops, la servidumbre de la fama,
               la drogadicción y todo eso —me informó—. Léetelo, porque es el tono que me interesa.
               —¿De veras lo crees necesario? —casi me ofendí.
               —No seas absurdo. Hay detalles que pueden ayudarte.
               —Vale —lo metí en mi bolsa de mano.

               —Picasso copiaba de todo el mundo, pero como lo hacía mejor...
               —Mamá...
               —Tengo una reunión —me despidió—. Anda, dame un beso y lárgate.

               Le di un beso y me largué. Salí a la calle, subí a un taxi y le pedí que me llevara al
               aeropuerto. Me olvidé de la revista porque en el aeropuerto, cosa nada rara, me encontré


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