Page 35 - Las Chicas de alambre
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—Sofía García —su bonita cara se arrugó—. Si Vanessa Molins Cadafalch se convirtió
en Vania, yo soy Sofía. A secas. ¿Vale?
—Vale, vale.
—¿Entramos o qué?
—Escucha, si otra vez has de esperarme, no lo hagas fuera, sino dentro. ¿Ves? —señalé
la parte superior del marco de la puerta de mi apartamento—. Ahí hay una llave.
—¿Tienes muchas novias o qué? —bromeó.
—También tengo amigos en apuros... y un par de veces he perdido mis llaves.
Abrí la puerta de mi apartamento y entramos dentro.
—Gracias —suspiró, una vez segura—. Mi compañera de piso tenía un rollo, ¿sabes? Y
la verdad...
—Tranquila.
—No quería comprometer tu reputación —volvió a sonreír con ironía.
—Espero que te cases conmigo.
—¡Uf! —puso cara de asco.
—Ya sabes dónde está el baño, por si quieres ducharte. Yo sólo he de empezar a preparar
las cosas para el viaje de mañana. Podemos pedir una pizza, o comida china, o...
—Llámame algún día, desde donde estés, para darme envidia.
—Masoca.
—Le he dado vueltas en mi cabeza a la historia de la tal Vania —se quitó la cazadora
tejana y la dejó caer sobre mi saco—. ¿Quieres saber qué pienso?
—Sí —reconocí.
—Simplemente creo que tiró la toalla. Llámalo «intuición femenina», o quizá es que
también soy modelo. Pero no puede ser otra cosa.
Sentí un ramalazo de tristeza. No por su intuición, sino por las veces que repetía lo de que
era modelo. Como si quisiera convencerse a sí misma. Vania era una top, única, y había
cien que eran modelos, grandes modelos. Pero Sofía, por desgracia para ella, pertenecía a
las miles y miles que sólo pasarían por algunos catálogos baratos, que harían algunas
cosas con las que subsistir, tal vez incluso ganarse la vida decentemente, o que acabarían
de azafatas o bustos en programas de televisión. Nada más, incluido algún que otro
cuarentón con pasta al llegar a los veinticinco y comprender que a esa edad ya se es vieja
en este mundillo.
Era guapa, estaba delgada, tenía todo lo necesario; sin embargo, como me dijo Carlos
Sanromán, enamorar a la cámara sólo lo hacía una de tanto en tanto. Meterse en la mente
de alguien con sólo mirarle, era un don.
Un don del que Sofía carecía.
Aunque yo no fuese nadie para decírselo.
Tampoco iba a creerme.
—¿Qué te pasa? ¿No me has oído?
—Sí —recuperé el hilo de nuestra conversación—. Pensaba en ello.
—Esa chica estaba unida a las otras dos, y ellas van y se le mueren. Está claro. Tuvo
miedo, se fue a la clínica por lo de la anorexia, y después se largaría a Nueva York o algo
así. O pilló a alguien.
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