Page 29 - Las Chicas de alambre
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poco más abajo de los hombros, cuerpo trabajado por lo menos con un par de horas de
               gimnasio al día, mandíbula cuadrada.
               —¿Tomás Fernández?

               —¿Qué pasa? ¿Sabes qué hora es?
               —Las doce —le informé.
               —¡Joder! Acabo de meterme en la cama hace menos de cuatro horas.
               —¿Puedo hablar con usted? —me negué a tutearle, aunque a mí todo el mundo me
               tuteaba.
               —¿De qué?

               —De Vania —le enseñé mi carné de periodista y el de Zonas Interiores.
               Eso último le hizo abrir los ojos.
               —¿Zonas Interiores?
               —Estamos haciendo un reportaje.

               Ahora ya sí. Se despejó de golpe. A falta de un buen café pero... se despertó de golpe.
               —¿Cuánto vais a pagar?
               Me entraron ganas de reír. Traté de comportarme.
               —Nada.
               —¿Cómo que nada? Lo que sé vale una pasta, ¿no?

               —Lo que sabe lo contó hace diez años, así que no tengo más que leerlo y repetirlo —dije,
               sin   cortarme   un   pelo—.   Pensaba   que   ahora   querría   hablar   por   simple   espíritu   de
               colaboración... además de salir en Zonas Interiores y de la publicidad que eso siempre
               comporta.

               No supe si iba a cerrarme la puerta en las narices o si meditaba lo que acababa de decirle.
               Finalmente fue eso último.

               —Hace diez años cierta prensa me puso a parir de un burro, como si yo tuviera la culpa
               de algo —se quejó.
               No se había enterado de nada, así que tampoco le dije la verdad, que los horteras listillos
               no caen bien. Me las ingenié de nuevo para acercarle a mi parcela.
               —Porque vendió la exclusiva. El que paga tiene derecho a decir lo que quiera, y cuanto
               más haya pagado, más largará. Yo no pienso hacer eso. Escribiré de usted objetivamente.
               Eso acabó de convencerle, o sería que no estaba para discusiones. Se apartó de la puerta y
               entré   adentro.   Todo   estaba   revuelto,   en   desorden,   pero   encontré   una   butaca   libre.
               Esperaba ver salir a una rubia teñida de alguna parte, pero, casualidad o no, esa noche
               Tomás Fernández había dormido solo. Desapareció cinco minutos en el baño y otros
               cinco en la cocina. Ya lavado y con una taza de café en la mano, volvió a mi encuentro.
               Eso sí, todavía en calzoncillos.

               —¿Qué puedo contar diez años después? —fue sincero.
               —Los   recuerdos   puede   que   ahora   sean   distintos,   y   que   vea   la   historia   con   otra
               perspectiva.
               —No, sigue siendo la misma —movió la cabeza indiferente—. Conocí a Vanessa, nos
               enamoramos, perdí el culo por ella; ella creo que por mí, aunque después lo negó, y
               vivimos uno de esos amores que dejan huella. Para ella fui el primero, ¿entiendes? Eso
               cuenta, y más en una chica.


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