Page 27 - Las Chicas de alambre
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ellos ponía Vanessa Molins Cadafalch, no Vania.
               —También puede ser que su cuerpo aún no haya sido encontrado —mencioné yo. —
               ¿Suicidio? Me estremecí.

               Era la primera vez que lo pensaba, y que la palabra sonaba en voz alta.
               —Todo es posible, ¿no crees, mamá? —Lo más normal es que esa gente a la que vas a
               ver no sepa nada de su paradero, porque ninguno de ellos o de ellas da la impresión de
               haber estado lo suficientemente cerca de Vania. Eso no quiere decir que no debas verlos.
               Pero... presta atención a los pequeños detalles, a las palabras que no parecen importantes,
               a los nombres que salen y parecen pasar de largo, en un suspiro. No sé si me explico.

               —Como la letra pequeña de los contratos.
               —Exacto. En esa «letra pequeña» suele estar muchas veces el auténtico contrato. Lo
               mismo puede que pase en cualquier momento. Vania pudo hacer o decir algo.
               —¿Sabes una cosa? Pensar en voz alta ayuda.
               —Mira éste. ¿Te crees que no lo sé?
               —Te iré llamando a medida que sepa cosas, para seguir «pensando» en voz alta.

               —Pásate por la redacción antes de irte a París y a Estados Unidos.
               —No tengo más remedio. He de recoger los billetes de avión y unos cuantos dólares.
               —¡Tráete los justificantes de gastos, no los pierdas, o los de administración...!
               —Lo sé, mamá, lo sé.

               —Con ésos no hay hijo que valga, recuerda.
               —Te quiero.
               Lo dije en broma porque hablábamos de dinero, pero ella se lo tomó en serio. Supongo
               que tenía una de esas épocas... Bueno, da igual.
               —Yo también, Jonatan.
               —Adiós.

               Colgué, pero ya no dejé el auricular en su receptor. Miré el número de Sofía y lo marqué.
               Esta vez escuché hasta tres zumbidos antes de que al otro lado alguien atendiera mi
               llamada.

               —¡Hola! —dijo una voz femenina muy jovial.
               No era ella.
               —¿Está Sofía?
               —¿Quién eres?

               —Jon.
               Tapó el auricular con la mano, sin responderme; pero pese a ello, escuché su grito nada
               disimulado.
               —¡Oye! ¿Estás para un tal Jon, o John, o...?
               Volvió a mí al instante.
               —Ahora se pone.

               No esperé demasiado. La voz de Sofía surgió con mucho menos ánimo que la de su
               compañera de apartamento, pero por lo menos con mucha más naturalidad.

               —¿Jon?
               —¿Cómo estás?


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