Page 24 - Las Chicas de alambre
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—¿Le conozco? —quiso saber.
               —Me llamo Jon Boix, y soy periodista. ¿Conoce Zonas Interiores?

               —Sí.
               Sus ojos se empequeñecieron aún más.
               —He venido para preguntarle algo acerca de Vanessa, señor Molins.
               Los cerró.

               —Por favor... —musitó cansado.
               —Va a ser muy breve.
               No contestó. Debió de pasar así unos cinco segundos. Hasta que volvió a abrir los ojos y
               los depositó en mí cargados de dolor.
               —Vayase —me pidió.

               —¿Quiere que escriba sin más?
               —¿Otra vez? ¿Para qué...?
               —Hace diez años que su hija desapareció sin dejar rastro.
               —¿Y qué? Deje en paz el pasado. Mi esposa ya sufrió bastante cuando aquella revista
               publicó la exclusiva de que el padre de esa chica era yo. Han pasado treinta y cinco años
               y todavía...
               —¿Sabe usted dónde está, señor Molins?
               Me miró como si no pudiera creer que le estuviese preguntando aquello en serio.

               —¿Yo? No.
               —¿Nunca se puso en contacto con usted?
               —No, ¿por qué iba a hacerlo? Fue un accidente. Fui su padre por un azar, nada más.
               —¿Llama «azar» al hecho de que su madre estuviese enamorada de usted?

               Bufó lleno de cansancio.
               —Vayase, por favor —repitió.
               Iba a llamar a su mujer. En unos segundos me echarían de allí.
               —Señor Molins, no volveré a molestarle, le doy mi palabra. Sólo quiero saber si en estos
               diez años...
               —Ya le he dicho que no —fue categórico—. Su madre y yo tuvimos una historia, mucho
               más seria por parte de ella que por la mía. Fue un error, y bien que lo pagué. Aunque me
               porté como Dios manda con ella, reconocí a la niña, le di un apellido, y pagué su colegio
               y alimentación durante años. En ese tiempo, Vanessa y yo no tuvimos ningún contacto, y
               cuando se hizo famosa, aún menos. Renegaba de mí. ¿Qué podía esperarse? Lo entendí.
               Nunca fui un padre para ella, ni lo habría podido ser aunque lo hubiera deseado. ¿Cómo
               quiere, pues, que sepa ahora dónde puede estar? Tengo una esposa, dos hijos y cinco
               nietos y nietas, una de las cuales pronto me hará bisabuelo. Déjeme en paz, por favor, se
               lo ruego.
               —¿Pudo ponerse en contacto Vanessa con sus dos hermanastros?
               —¡No!
               Fue casi un grito, y como reacción inmediata se abrió la puerta de la sala y apareció su
               esposa. Vicente Molins se agitó en su silla de ruedas. Daba la impresión de que fuera a
               sufrir un ataque de algo, pero era más bien la rabia, la furia, la impotencia por verse allí
               mientras el pasado volvía una vez más a ponérsele delante.

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