Page 25 - Las Chicas de alambre
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—Le acompañaré a la puerta, señor —me dijo muy seria Asunción Balaguer.
               —De acuerdo, gracias —me resigné.

               Fue lo último que dije, además de: «Al aeropuerto, terminal 3», al taxista que me recogió,
               antes de llegar al puente aéreo de Barajas, para volver a tomer un avión que me
               devolviera a Barcelona.



                                                           VIII



               En el contestador automático tenía un solo mensaje, pero valía por diez. Me animó el día.
               —Hola, soy yo, Sofía. Sólo quería decirte que me lo pasé genial contigo, y que teniendo
               en cuenta que no estaba muy fina que digamos... Bueno, que me encantaría volver a verte
               para que me invites a esa cena. Llámame cuando estés de vuelta, o cuando quieras.
               ¡Chao!
               Estuve a punto de hacerlo ya mismo, pero primero el trabajo. Después de todo tenía que
               haber ido a la redacción en persona para hablar con mi madre. Era lo más justo. Me quité
               la chaqueta, me derrumbé sobre la butaca-saco encima de la cual solía dejarme caer para
               llamar por teléfono o ver la tele, y marqué el número de la revista.

               El teléfono apenas si sonó una vez al otro lado.
               —Zonas Interiores, ¿dígame?
               —Hola, cariño. Ponme con mi madre.

               —Un día te grabaré lo de «cariño» para pedirte una pensión —me dijo Elsa, muy
               animada pese a la hora.

               —No te he hecho ninguna promesa.
               —¿No te parece poco promesa lo de «cariño»? Si pesco a una buena juez feminista...
               —Elsa, no seas mala.
               —Espera. Acaba de colgar —me informó—. Te paso, «cariño».
               La voz de mamá suplió a la de Elsa casi al unísono.

               —¿Sí, Jonatan?
               Menos mal que no me llamó Alejandro José o algo parecido al nacer. Es de las que se
               hubiera llenado la boca diciendo todo el santo nombrecito.
               —Hola, mother.
               —What's up? —estuvo a la altura.

               Si yo sigo en inglés, ella sigue en inglés, así que para no pasarme volví a lo patrio.
               —Acabo de llegar de Madrid.
               —¿Y?
               —Nada. Vicente Molins no tiene ni repajolera idea de dónde pueda estar su hija, ni de lo
               que pasó, ni de por qué se largó. Vive anclado en una silla de ruedas, protegido por una
               inefable esposa. Vania no tenía a su tía ni a su padre en muy buen lugar, como se ve.
               —¿Qué pasos piensas seguir ahora?

               —Mañana me dedicaré a los de aquí, para completar el reportaje en su parte... más o
               menos histórica. Iré a ver al que se enrolló con ella cuando tenía dieciséis años, y después
               al músico, el cantante con el que estuvo liada a los veinte. Cuando cierre el pasado más
               remoto, pensaba dedicarme a encajar las piezas de los últimos meses, el año de la muerte

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