Page 28 - Las Chicas de alambre
P. 28

—Pse.
               —¿Algo del casting?

               —No, y ya no van a llamar. ¿Y lo tuyo?
               Le había hablado de Vania, y de lo que estaba haciendo. Me gustó su recíproco interés.
               —De momento, en pañales; pero sigue siendo apasionante. Oye —eché un vistazo a mi
               reloj—, acabo de llegar de Madrid. ¿Haces algo?
               —No, nada.
               —¿Sigues siendo una chica pobre que lucha por salir adelante y a la cual la cena gratis
               que le debo le viene muy bien?

               —Gracioso —me espetó con un tono agudo.
               —¿Te recojo en una hora?
               —Si vienes con la moto, sí.
               —Hasta luego.

               Eso fue todo.


                                                            IX



               El primer amor serio de Vania, pese a que por entonces, a los dieciséis años, ya iba
               directa a la fama, había sido de lo más vulgar. Tomás Fernández. No lo digo por el
               nombre, claro. Lo digo porque el tal Fernández, por entonces, tenía diecinueve años y no
               era más que un guaperas con aire de macarrilla. Recordaba haber visto sus fotos, y algo
               de él en televisión, aprovechándose del momento, tras la muerte de Cyrille y de Jess y la
               desaparición de Vania. Lo mismo que el primer oscuro marido de Marilyn Monroe se
               buscó la vida, a él no le importó ser lo mismo, el oscuro primer novio de la más famosa
               de las  tops  nacionales de su tiempo. Además, salir con ella le había abierto algunas
               puertas, así que hizo pequeñas cosillas antes de que fuera sepultado por su falta de clase.
               En fin, que no siempre las más bellas se enamoran de los tíos que puedan estar a su
               altura.
               Cuando digo que el corazón femenino es imprevisible...
               A Carmina tampoco le había costado mucho dar con él. Las babosas dejan un rastro.
               Diecinueve años después de la breve relación sentimental con Vania, Tomás Fernández
               seguía buscándose la vida como lo que era: un listillo.
               Ejercía de relaciones públicas en una discoteca marchosa, para noctámbulos selectos. O
               sea, que seguía siendo un macarrilla sin clase pero con percha.

               No sé por qué odio a los relaciones públicas de las discotecas. Será porque me parecen
               gigolós encubiertos, o chulos con licencia para ejercer, o depredadores de la noche cuyo
               único propósito es meter gente en el local que les paga y, de paso, sacar la mejor de las
               tajadas, en dinero o en carne.
               Vivía en una torrecita, discreta y humilde, aunque fuese en Sant Just Desvern.

               —¿Sí?
               Me abrió la puerta en calzoncillos, y con cara evidente de haber sido despertado con mi
               llamada. No me sentí mal por eso. Y aún menos al verle. Treinta y ocho años, cabello
               alborotado y agitanado, pelín largo, torso peludo, un tatuaje hortera en cada brazo, un


                                                                                                           28
   23   24   25   26   27   28   29   30   31   32   33