Page 74 - Socorro_12_cuentos_para_caerse_de_miedo
P. 74
—No me has dejado terminar la oración, hija. Decía que les daré mi
autorización para la boda... y trabajo a Olao, en mi molino.
Diez años después de esta conversación, Romi y Olao cumplieron diez
felices años de matrimonio.
Cuando el padre de ella murió, sus últimas palabras fueron de gran afecto
para su hija y de sincera alabanza para su yerno.
Todos en la aldea apreciaban a Olao y adoraban a los siete hijitos que
había tenido con Romi. Los siete eran parecidísimos ya a ella, ya al abuelo... pero
todos con esa sorprendente palidez lunar que sólo habían heredado de su papá.
A pesar de estimarlo a Olao, los hombres de la vecindad murmuraban —a
veces entre cerveza y cerveza— que ese extranjero debía de poseer el elixir de la
juventud, porque —mientras ellos envejecían— él se mantenía igualito al día en
que había aparecido en la aldea, diez años atrás.
Una noche, mientras los niños dormían y Romi daba los últimos toques a
una nueva talla a la luz de una lámpara; a la luz de otra y en la misma cocina,
Olao arreglaba la rotura de una bolsa.
La gruesa aguja iba y venía sobre el cuero.
Al rato, Romi descansó un instante y fijó su vista sobre el esposo. Un
lejano recuerdo se le superpuso —de golpe— sobre la imagen de Olao y —
amorosamente— le dijo entonces:
—¿Sabes una cosa, querido? Recién, al mirarte mientras estabas tan
concentrado en tu trabajo de compostura, con la luz de la lámpara haciéndote
brillar el pelo y la barba, me acordé de un suceso extraño y terrible...
Olao no abandonó su labor, pero se notaba que la escuchaba atentamente.
Romi prosiguió con el relato:
—Yo tenía trece años... Una noche de tormenta, conocí un joven tan
atractivo, tan hermoso, tan pálido como tú... Cuando te miré —recién— sentí que
—en realidad— eres idéntico a aquel muchacho...
Sin dejar de coser la bolsa, Olao le preguntó:
—¿Y dónde lo conociste, si puede saberse?
Entonces Romi le contó la espantosa historia vivida en aquella cabaña, del
otro lado del río. Concluyó su narración con estas palabras:
—Fue la única vez que vi a un joven tan seductor como tú... Claro que
nunca estaré segura de si fue una pesadilla... o —si en verdad— estuvo conmigo
un hombre de nieve... un caballero de muerte... De todos modos, él sólo me
produjo pavor... en tanto que tú... Te amo, Olao... Te amo...
Como si le hubiera dado un súbito ataque de locura, Olao saltó de su silla
al escuchar el final de esta confesión, arrojando la bolsa al aire.
Se abalanzó sobre Romi —que lo contemplaba perpleja— y la empezó a
sacudir de los hombros, a la par que le gritaba con furia:
—¡Era yo! ¡Era yo, insensata! ¡Aquél hombre de nieve era yo! ¡y te dije
—entonces— que si alguna vez —dondequiera que te encontraras— se te ocurría
contarle a alguien —quienquiera que fuese— lo que allí habías visto, yo me iba a
enterar —de inmediato— y —de inmediato— estaría a tu lado para que
murieses!
La miraba con ojos de alucinado y de su boca comenzaba a salir como una
74