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—No  me  has  dejado  terminar  la  oración,  hija.  Decía  que  les  daré  mi
                  autorización para la boda... y trabajo a Olao, en mi molino.
                         Diez  años  después  de  esta  conversación,  Romi  y  Olao  cumplieron  diez
                  felices años de matrimonio.
                         Cuando el padre de ella murió, sus últimas palabras fueron de gran afecto
                  para su hija y de sincera alabanza para su yerno.
                         Todos  en  la  aldea  apreciaban  a  Olao  y  adoraban  a  los  siete  hijitos  que
                  había tenido con Romi. Los siete eran parecidísimos ya a ella, ya al abuelo... pero
                  todos con esa sorprendente palidez lunar que sólo habían heredado de su papá.
                         A pesar de estimarlo a Olao, los hombres de la vecindad murmuraban —a
                  veces entre cerveza y cerveza— que ese extranjero debía de poseer el elixir de la
                  juventud, porque —mientras ellos envejecían— él se mantenía igualito al día en
                  que había aparecido en la aldea, diez años atrás.
                         Una noche, mientras los niños dormían y Romi daba los últimos toques a
                  una nueva talla a la luz de una lámpara; a la luz de otra y en la misma cocina,
                  Olao arreglaba la rotura de una bolsa.
                         La gruesa aguja iba y venía sobre el cuero.
                         Al  rato,  Romi  descansó  un  instante  y  fijó  su  vista  sobre  el  esposo.  Un
                  lejano  recuerdo  se  le  superpuso  —de  golpe—  sobre  la  imagen  de  Olao  y  —

                  amorosamente— le dijo entonces:
                         —¿Sabes  una  cosa,  querido?  Recién,  al  mirarte  mientras  estabas  tan
                  concentrado  en  tu  trabajo  de  compostura,  con  la  luz  de  la  lámpara  haciéndote
                  brillar el pelo y la barba, me acordé de un suceso extraño y terrible...
                         Olao no abandonó su labor, pero se notaba que la escuchaba atentamente.
                         Romi prosiguió con el relato:
                         —Yo  tenía  trece  años...  Una  noche  de  tormenta,  conocí  un  joven  tan
                  atractivo, tan hermoso, tan pálido como tú... Cuando te miré —recién— sentí que
                  —en realidad— eres idéntico a aquel muchacho...
                         Sin dejar de coser la bolsa, Olao le preguntó:
                         —¿Y dónde lo conociste, si puede saberse?
                         Entonces Romi le contó la espantosa historia vivida en aquella cabaña, del
                  otro lado del río. Concluyó su narración con estas palabras:
                         —Fue la única vez que vi a un joven tan seductor como tú... Claro que
                  nunca estaré segura de si fue una pesadilla... o —si en verdad— estuvo conmigo
                  un  hombre  de  nieve...  un  caballero  de  muerte...  De  todos  modos,  él  sólo  me
                  produjo pavor... en tanto que tú... Te amo, Olao... Te amo...
                         Como si le hubiera dado un súbito ataque de locura, Olao saltó de su silla
                  al escuchar el final de esta confesión, arrojando la bolsa al aire.
                         Se abalanzó sobre Romi —que lo contemplaba perpleja— y la empezó a
                  sacudir de los hombros, a la par que le gritaba con furia:
                         —¡Era yo! ¡Era yo, insensata! ¡Aquél hombre de nieve era yo! ¡y te dije
                  —entonces— que si alguna vez —dondequiera que te encontraras— se te ocurría
                  contarle a alguien —quienquiera que fuese— lo que allí habías visto, yo me iba a
                  enterar  —de  inmediato—  y  —de  inmediato—  estaría  a  tu  lado  para  que
                  murieses!
                         La miraba con ojos de alucinado y de su boca comenzaba a salir como una




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