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cinta de humo blanco —que congelaba el aire al desenrollarse— cuando soltó a
Romi —de golpe— y se echó hacia atrás.
Impresionantes temblores agitaban su cuerpo y un viento helado invadió la
cocina mientras seguía gritándole a su esposa:
—¡No te mato ahora mismo porque tengo piedad de los siete niños! ¡Pero
escucha bien —insensata— cuida de ellos, cuida de mis hijos con todas tus
energías y jamás reveles su origen, porque si llego a encontrar el mínimo motivo
de queja te juro que volveré —de inmediato— para arrancarte la vida, con el más
gélido de mis soplos!
A medida que terminaba de hablar, la voz de Olao se iba afinando,
afinando hasta no ser sino un agudo silbido del viento. Su cuerpo —desde la
cabeza a los pies— se tornó blanco primero, de nieve después, de hielo enseguida
hasta que —finalmente— se derritió por completo y no fue más que una
extendida mancha sobre el piso, una mancha que se evaporó, desapareciendo en
una espiral de humo blanco que congeló el aire a su alrededor.
Aterrorizada, Romi comprendió —entonces— que se había enamorado del
hombre de nieve, del blanco caballero helado... que se había casado con él, con el
irresistible Hermano Muerte.
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