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que  Romi  consiguió  convencerla  de  que  fuera  ella  quien  se  acostara  en  ese
                  precario lecho.
                         Ya era noche total cuando la viejita se durmió, encogida y temblando de
                  frío.
                         Echada  a  su  lado  —sobre  el  suelo  y  también  temblando—  Romi
                  permanecía despierta en la oscuridad. Le asustaba el silbido del viento y las uñas
                  de la nieve, raspando la ventana y la puerta de la cabaña.
                         Desde el río encrespado le llegaban —para colmo— las inquietantes voces
                  del agua.
                         La  muchacha  sentía  que  se  estaba  congelando  —tanto  de  frío  como  de
                  miedo— pero —finalmente— el cansancio pudo más  y  —también— se quedó
                  dormida.
                         Pasada  la  medianoche  y  cuando  la  tormenta  continuaba  azotando  la
                  cabaña, Romi se despertó, de repente.
                         Un leve roce —como de mano de nieve sobre su frente— la había traído
                  de vuelta del sueño.
                         Se inquietó: la puerta estaba entreabierta —a pesar de que ellas la habían
                  cerrado bien— y una misteriosa luminosidad le permitía ver —claramente— el
                  interior de la habitación.
                         Mejor no hubiera visto nada, porque lo  que vio la  llenó de espanto: un
                  increíblemente hermoso caballero (de belleza masculina, aclaremos), apenas un
                  poco mayor que ella, blanco desde los cabellos a los pies y vestido íntegramente
                  de blanco, se reclinaba sobre la viejita Gudelia y le soplaba a la cara con furia. Su
                  aliento podía verse con nitidez. Era como una cinta de humo —también blanco—
                  desenrollándose de su boca.
                         Romi quiso gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. Sin embargo,
                  fue como si hubiera gritado, porque el caballero cesó con sus soplidos y levantó
                  el blanco rostro hacia ella. Se le acercó hasta casi tocarla  y la miraba con sus
                  blanquísimos ojos de alucinado cuando le dijo:
                         —Vine para soplarte con mi aliento, lo mismo que a la vieja. Pero eres tan
                  dulce  y tan niña que siento un poco  de pena por ti. Por eso, no voy a hacerte
                  daño. Pero jamás olvides que no deberás contarle a nadie lo que has visto esta
                  noche,  ni  siquiera  a  tu  padre.  Recuérdalo  bien,  Romi:  Si  alguna  vez  —

                  dondequiera que te encuentres— se te ocurre confiarle a alguien —quienquiera
                  que sea— lo que hoy viste aquí, yo me voy a enterar —de inmediato—, y —de
                  inmediato— estaré a tu lado para que mueras en ese preciso instante.
                         Romi seguía petrificada en el silencio de su pánico.
                         El caballero blanco le dedicó —entonces— una última y sostenida mirada
                  blanca. Enseguida, abandonó la cabaña cerrando la puerta tras de sí.
                         La tormenta pareció intensificarse cuando el níveo visitante se perdió en
                  las sombras.
                         A  través  de  la  ventana,  Romi  ya  no  volvió  a  contemplar  otra  cosa  que
                  oscuridad. Desesperada, gritó —varias veces— el nombre de Gudelia  y tanteó
                  hasta encontrarla. Le tocó la cara, las manos, los pies: la piel de la viejita parecía
                  de puro hielo. Estaba muerta la pobre.
                         Romi  se  abrazó  —entonces—  a  su  cuerpo  helado  y  lloró  como  sólo  lo




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