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había hecho de muy niña, al perder a su madre.
                         La tormenta acabó al amanecer. Cuando —poco después— Azariel —el
                  botero— llegó de nuevo a su cabaña, encontró a Romi sin sentido y aún abrazada
                  al cadáver de Gudelia.
                         La  jovencita  necesitó  varias  semanas  para  reponerse  por  completo.  Su
                  padre  pensaba  que  la  muerte  de  Gudelia  —su  querida  maestra—  la  había
                  afectado demasiado.
                         Y sí, la había entristecido profundamente, pero lo que él no sabía era que
                  su  hija  también  sentía  el  corazón  herido  por  la  visión  que  había  tenido  en  la
                  cabaña y de la que no se atrevía a hablar con nadie.
                         Silenciosa  y  solitaria,  Romi  volvió  —al  tiempo—  a  su  trabajo  con  la
                  madera y —también— al bosque a buscar material, como tantas veces lo había
                  hecho con su inolvidable Gudelia.
                         Pasaron  cinco  años.  Una  tarde,  Romi  volvía  a  su  casa  después  de  unas
                  compras en el centro de la aldea. De pronto —al doblar una esquina— tropezó
                  con  un  muchacho  que  caminaba  en  la  dirección  contraria.  Durante  algunos
                  instantes,  los  dos  se  corrieron  hacia  la  izquierda,  hacia  la  derecha,  hacia  la
                  izquierda y nuevamente hacia la derecha, coincidiendo en sus movimientos.
                         Así —tan sin proponérselo— ninguno dejaba pasar al otro.
                         Este brevísimo episodio los divirtió y ambos se pusieron a reír con ganas.
                         —Permítame  presentarme,  señorita.  Ya  que  parece  que  vamos  a
                  quedarnos eternamente en esta esquina: será mejor que sepamos quiénes somos,
                  ¿no? —le dijo entonces el joven, riéndose todavía—. Me llamo Olao. ¿Y usted?
                         —Romi.
                         Recién entonces observó ella el rostro del muchacho —de una asombrosa
                  palidez lunar— y —de una rápida ojeada— su apariencia.
                         No era de la aldea. Lo que sí era... extraordinariamente atractivo, hermoso
                  podría decirse, todo lo hermoso que un hombre puede ser para los ojos de una
                  mujer...
                         —Estoy de paso por aquí. Voy camino al país vecino, donde me han dicho
                  que necesitan brazos para las cosechas. Soy huérfano de nacimiento —le contó
                  más  tarde,  mientras  la  acompañaba  hasta  su  casa,  de  puro  cortés—.
                  Lamentablemente, no tengo hermanos, ni primos, ni tíos... Ningún pariente.
                         Romi  lo  escuchaba  fascinada.  Era  la  primera  vez  en  su  vida  que  un
                  muchacho le llamaba la atención de ese modo.
                         —¿Me estaré enamorando? —pensaba— ¿Será esto el amor?
                         Y cuando él la despidió en la puerta de su casa y prometió quedarse un día
                  más en la aldea para poder verla —otra vez— a la mañana siguiente, Romi ya no
                  tuvo dudas: sí, ella estaba enamorada de Olao.
                         Pero tampoco tuvo dudas de que él también se había enamorado.
                         Esa noche, le contó todo a su padre y éste le dijo:
                         —Cuando ese joven venga mañana a despedirse de ti, quiero conocerlo,
                  Romi. Mira, hija, yo ya estoy viejo y no me gustaría morirme sin verte casada.
                  Sufro al pensar que puedas quedarte sola en el mundo... Por eso, si ese tal Olao
                  me parece honrado y trabajador, les daré mi autorización para la boda y...
                         —Pero... Hay un problema... Ya le conté que él no tiene empleo, padre.




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