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cada vez más asustada. Es evidente que Jarpo le está indicando que le alcance esa
                  casete.
                         Zelda intepreta sus señas, cumple con el pedido y sale disparando hacia la
                  enfermería de la escuela, mientras le dice a su amigo:
                         —¡Enseguida vuelvo, Jarpo! ¡No vayas a levantarte! ¡Voy a pedir ayuda!
                  —y corre a través del parque con el corazón batiéndole como pocas veces antes.
                  —¡Auxilio!. ¡Jarpo se descompuso! ¡Ayuda; pronto!
                         Cuando el equipo médico se apresta a socorrer a Jarpo, la sorpresa: todos
                  lo  ven  caminar  hacia  ellos  lo  más  campante,  normalmente,  como  si  nada  le
                  hubiera sucedido.
                         Después, no hay forma de que diga otra cosa que:
                         —Estoy absolutamente bien. Me quedé dormido, eso es todo. Zelda creyó
                  que me había desvanecido. Estas chicas...
                         Más tarde —en un aparte del recreo— Zelda le recrimina la mentira: —
                  Enfermo,—  muy  descompuesto  te  encontré,  Jarpo.  A  mí  no  me  vas  a  ensañar
                  como a los demás, yo te vi... ¿Por qué no dijiste la verdad?
                         Como si por un instante hubiera deseado llorar, el muchacho se restriega
                  los ojos. Enseguida, se recompone y le dice, casi en un suspiro:
                         —Tengo un grave problema aquí, Zelda —y se, señala la cabeza— No me
                  permiten que se lo cuente a nadie porque muy pronto ya no lo tendré... ¿para qué
                  alarmar inútilmente? ¿Va a ser capaz de guardar el secreto?
                         Zelda  toma  esa  confesión,  esa  repentina  confianza  en  ella  como  una
                  primera muestra importante del afecto de Jarpo y le promete que sí.
                         A partir de esa tarde, la actitud del muchacho se modifica. Claro que sólo
                  con Zelda.
                         El caso es que se comporta con un poco más de soltura, sonríe, le enseña
                  palabras en otros idiomas, le regala dibujos técnicos que Zelda no entiende pero
                  que igual le encantan porque los hace él...
                         Ahora es frecuente verlos juntos en los recreos, conversando a media voz,
                  y pasándose mensajes durante las horas de clase.
                         —¿Se puede saber de qué hablan? ¿No encuentran algo más interesante
                  que perder el tiempo con tanto bla bla y tanto papelito de banco a banco?
                         Nuria está celosa. Pero más porque siente que Zelda la ha desplazado en
                  su amistad —de alguna manera— que porque Jarpo le gusta.
                         En  realidad,  le  desagrada  profundamente  y  no  pierde  oportunidad  de
                  hacérselo saber a su amiga:
                         —Jarpo esté medio loco, Zelda. Ayer lo pesqué mirando fijo sus propias
                  manos y probando la articulación de cada dedo, como si recién se los hubieran
                  puesto, como si fueran nuevos, no sé si me explico...
                         —Habla solo, nena; con ese aparatito del que no se separa ni para ir al
                  baño.
                         —La cabeza le zumba. Estoy segura de que le zumba, Zeldita. Yo estaba
                  justo detrás de él y oí como si tuviera un panal de abejas en vez de cerebro.
                         —Es raro Jarpo, muy raro. Yo —en tu lugar— ni la hora, querida.
                         Nuria trata de deteriorar —sin éxito— la imagen del nuevo compañero.
                  Pero Zelda no le hace caso.




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