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tendría que haberlo hecho con Irenita, tu estúpida madre...
—¡Le ruego; déjeme vivir y juro que no voy a delatarlo! ¡Mire, mire lo
que hago con este mensaje de mi mamá! —e Hilario rompió el papel de la
confesión en mil pedacitos y —haciendo un bollito con ellos— se los tragó.
El jardinero estaba a punto de descargar su hoz contra el cuello de Hilario
pero el rostro y el cuerpo del muchacho le indicaron que no hacía falta: era
evidente que acababa de sufrir un ataque al corazón.
Pocos minutos después, expiraba.
—Indudablemente, este muchacho se trastornó debido al fallecimiento de
su madre... —opinó, días después, el jefe de policía en una conferencia de prensa.
Y vean si no: la autopsia reveló que su última cena fue... papel... Un loco manso,
eso es todo... No, su habitación estaba en perfecto orden. Un síncope.
¿El cuadro que encontramos junto a su cadáver y todo roto? Ah, sí. Una
pintura hecha por su mamá durante la infancia... Nada de valor... Afectivo sí, por
supuesto.
¿Qué representa? Una casa. Una casa estilo Tudor. Dos pisos con cuatro
ventanas cada uno. Cortinas que impiden ver el interior de las habitaciones,
cálidamente iluminadas... Al frente, un jardín florido y —medio confundida entre
las plantas— la silueta de un muchacho manejando una hoz. ¿El jardinero de la
residencia, tal vez? Pero ya me están haciendo ir por las ramas: ¿Qué tiene que
ver el óleo con la muerte, señores periodistas?
Y aquel cuadro —pintado por inexpertas manos infantiles y al que— por
lo mismo —no se le otorgó ninguna importancia—, fue a parar a uno de los
tantos camiones que recolectan desperdicios, junto con todos los demás que
había hecho Irenita.
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