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pero lógicamente envejecida por la acción del tiempo y bastante transformada a
                  fuerza de refacciones. El jardín delantero no existía ya, por ejemplo. Un desierto
                  patio ocupaba el espacio que antes había pertenecido a césped y plantas.
                         Sobre  la  verja  de  la  entrada,  un  cartel  anunciaba:  "Jardín  de  Infantes
                  Tulipán".
                         Como tantas otras antiguas casonas, a esa también la habían convertido en
                  una escuela.
                         Muy excitado, Hilario pulsó el timbre sobre el que se leía: "Portería".
                         Ya  estaba  por  irse  —después  de  tocar  varias  y  prolongadas  veces—
                  cuando una viejita salió desde una de las puertas laterales de la residencia.
                         —Sí...  ya  va...  Ya  va...  —decía,  mientras  se  le  aproximaba  a  Hilario
                  alisándose el pelo y acomodándose una chaqueta que terminaba de ponerse.
                         —¿Qué desea, señor?
                         —Esteee... Buenos días... Disculpe la molestia... pero...
                         —¿Qué pasa? A usted no lo tengo visto por aquí. ¿En qué puedo  serle
                  útil?
                         Entonces, Hilario le contó una historia que se le iba ocurriendo a medida
                  que la desarrollaba.
                         No podía decirle la verdad. El caso es que se las ingenió tan bien que la
                  viejita le dio —exactamente— la información que el muchacho ansiaba.
                         Entre  otros  detalles  que  no  le  interesaban  en  absoluto  supo  —por
                  ejemplo—  que  esa  casa  había  pertenecido  —cincuenta  años  atrás—  a  una  tal
                  familia  Dubatti...  que  sus  cuatro  integrantes  habían  muerto  asesinados...  que
                  nunca se había descubierto al criminal... que la finca había permanecido cerrada
                  durante mucho tiempo... y que ella era la encargada desde el mes en que se había
                  inaugurado el Jardín de Infantes, hacía once años.
                         La viejita seguía hablando y hablando cuando Hilario pensó que ya tenía
                  datos  suficientes  como  para  empezar  a  comprender  el  secreto  que  el  cuadro
                  encerraba.
                         Casi sin despedirse de la anciana, llamó a un taxi y volvió a su casa, hecho
                  un relámpago.
                         Corrió a su cuarto y tomó el cuadro. Lo observó con atención.
                         El miedo le picoteó el corazón.
                         ¡Las cortinas del primer piso de la casa pintada continuaban descorridas
                  pero ningún rostro desesperado volvió a dibujarse detrás de ellas! Aunque lo más
                  impresionante era que.... ¡la silueta del jardinero había desaparecido del óleo!
                         Fuera de control, Hilario arrojó el cuadro al aire.
                         Al estrellarse contra el suelo, el marco quedó por un lado, el óleo por otro
                  y el cartón que lo protegía por detrás fue a parar abajo de su cama.
                         Cuando —dolorido por su actitud de haber intentado romper una pintura
                  de su madre—, Hilario se empezó a recomponer y a recoger las partes dispersas
                  del cuadro, encontró aquel papel doblado en varios cuadraditos.
                         Era un papel de carta fino, tipo Biblia y —sin dudas— había saltado del
                  interior  del  cuadro  cuando  se  había  descuajeringado  debido  al  golpe  contra  el
                  piso.
                         Con el corazón fruncido, el joven lo desdobló. Era un mensaje manuscrito.




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