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—Todas las cortinas de esa casa están corridas  —se dijo, antes de caer
                  profundamente dormido.
                         Y esa madrugada soñó con sus padres y se sintió pequeño y mimado como
                  cuando los dos vivían y le decían "Lari".
                         Se despertó de buen humor.
                         Se  estaba  vistiendo  para  salir  a  hacer  su  acostumbrada  caminata  de  los
                  sábados, cuando recordó el asunto de la cortina del cuadro.
                         Se  volvió  hacia  el  óleo  y  sonreía  por  lo  que  —en  ese  momento—
                  consideraba una visión producto del cansancio nocturno, pero vio que la cortina
                  del primer piso de la casa pintada estaba —realmente— descorrida.
                         Se inquietó. Y más aún cuando una nena que aparentaba pedir auxilio se
                  asomó a esa ventana y le hizo señas desesperadas. Enseguida —y por detrás de la
                  niña— una mujer —que se le parecía notablemente— hizo lo mismo.
                         Hilario creyó que se estaba volviendo loco.
                         —Esto  me  pasa  por  pasar  tantas  horas  mirando  el  cuadro  de  mamá  —
                  supuso—.  Estoy  sugestionado  como  una  criatura  y  —muy  molesto  consigo
                  mismo— terminó de abrocharse las zapatillas y abandonó su cuarto, sin volver a
                  mirar el óleo.
                         Esa noche —ya de regreso a su casa— decidió que dormiría en la sala. Se
                  ubicó —entonces— en un sofá, prometiéndose que no volvería a mirar el cuadro
                  hasta la mañana siguiente.
                         Sin embargo, cerca de la madrugada se despertó de repente. Transpirando
                  —a pesar de la baja temperatura ambiente—y con la necesidad impostergable de
                  contemplar el óleo.
                         Se dirigió a su cuarto y así lo hizo. ¡Para qué! Ahora eran dos las cortinas
                  descorridas. Tres de las ventanas del primer piso de la casa pintada lo estaban y
                  —detrás de ellas, la niña y la mujer en una, un niño en la otra y un hombre en la
                  restante—. Todos pedían auxilio y le hacían señas desesperadas. En sus caras, el
                  espanto. En la de Hilario, también.
                         Temblando,  descolgó  —entonces—  el  cuadro  y  lo  colocó  —
                  bruscamente— sobre su cama, de pintura contra el acolchado, para no ver esas
                  imágenes que tanto lo estaban perturbando. ¿Cómo era posible?
                         En un impulso, se abrigó para salir a la calle:
                         —Debo averiguar si esa casa que pintó mamá existe o existió y a quién
                  pertenece  —pensaba—,  y la primera idea que tuvo al recorrer la cuadra de su
                  domicilio  fue  la  de  encaminarse  hacia  el  barrio  donde  ella  había  pasado  su
                  infancia y su adolescencia y del que había partido para casarse con su padre.
                         —Seguramente, esa pintura —como las otras que hizo— fue inspirada en
                  algún paisaje vecino...
                         Hilario estaba tan nervioso que las aproximadamente ochenta cuadras que
                  lo separaban de aquella zona las atravesó casi sin darse cuenta.
                         El sol del domingo ya acariciaba los árboles cuando llegó al barrio donde
                  su  mamá  había  sido  "Irenita".  Recién  después  de  haberlo  recorrido  sin  parar,
                  Hilario se halló —de pronto— frente a la casa que la madre había pintado en el
                  cuadro. Dos veces había pasado a lo largo de ella y sin reconocerla.
                         Claro, cincuenta años no habían transcurrido en vano: era la misma casa,




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