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—Tanto leer esas novelas de amor inflama los sesos, nena... ¿No ves? Ya
estás imaginando que se te apareció un. enamorado invisible...
Tal como cuando había bautizado a la vivienda como "la casa viva",
nuevamente había acertado en la denominación de los raros fenómenos que se
estaban desarrollando allí. Pero tan sin sospecharlo...
El muchacho trató de convencer a su hermana de que allí no pasaba nada
extraño, pero lo cierto, era que no podía dejar de pensar que sí aunque —como
varón— le costaba reconocer sus propios miedos frente a Greta: "Pérdida de
imagen, seguro". Y cuando ella le agradeció la cantidad de caracoles y piedritas
con los que había encontrado llena la bota de cerámica, Marvin le mintió y
admitió haber sido él quien había juntado esos regalitos.
Pero la verdad era que no.
¿Quién, entonces?
Después del almorzar y dormir una breve siesta, los hermanos decidieron
bajar a la playa a juntar almejas.
—Cuando vengan papi y mami vamos a recibirlos con un festín.
Y allá fueron los dos, con baldes y palas y estuvieron recogiendo los
bichos hasta el atardecer.
Cuando regresaron a la casa, encontraron las paredes muy sudadas, como
si fueran organismos vivos que habían soportado —estoicamente— los treinta y
pico de grados de temperatura que había hecho esa tarde.
En el sofá de la sala, la presión sobre los almohadones indicaba que
alguien había estado descansando allí.
En los peldaños de la escalera, huellas que iban hacia la planta alta. Para
los tres hechos los hermanos hallaron explicaciones más o menos lógicas.
Ninguno de los dos quería confesar que empezaba a sentir verdadero miedo,
mucho miedo.
Aquella fue una noche de luna llena. Todo el paisaje marino parecía
detenido en la inmovilidad de una tarjeta postal.
Después de hablar por teléfono con sus padres, Greta y Marvin salieron a
caminar un poco por su playita "particular"... Estaban alegres tras la
conversación. ¿Un "poco" caminaron? ¡Poquísimo! Porque —ahora— ambos
iban juntos y ambos pudieron oir cómo eran seguidos por unas pisadas, dos o tres
metros a sus espaldas. Sin embargo, por allí no caminaba otra persona que los
hermanos.
Las pisadas habían partido cerca de la casa y llegaban hasta casi las
orillas, hasta el mismo lugar donde Greta y Marvin sintieron pavor y regresaron
—a la carrera— de vuelta adentro.
Como la noche había sido tan serena, pudieron observar —a la mañana
siguiente— las marcas en la arena de sus propias huellas más otras, ésas que los
habían seguido y que —ahora, a la luz del sol— miraban cómo se perdían en el
mar.
—Llamemos a mami. Quiero que ellos vengan antes, que adelanten el
viaje... o nos vamos nosotros, Marvin —le rogaba Greta a su hermano—. Tengo
miedo; estoy muerta de miedo.
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