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imitaron y tragaron saliva.
                         —¡Indemnización! ¡Eso. es! ¡Indemnización por daños y perjuicios, eso es
                  lo que le voy a pedir al incompetente de ese arquitecto! ¿A quién hizo instalar las
                  cosas? ¡Podríamos haber sido degollados! ¡Es como para denunciarlo a ese inútil!
                  —así  protestaba  el  padre,  furibundo,  una  vez  que  el  nuevo  accidente  había
                  pasado sin otra consecuencia que el gran susto.
                         —¡Mañana a la tarde lo voy a ir a buscara su estudio de "La Resolana" y
                  si  no  está,  sus  empleados  van  a  hacerse  responsables!  ¡Qué  se  cree  ése!
                  ¡Cualquiera de nosotros podría haber caído degollado!
                         —Calma,  Juan.  El  estudio  no  abre  hasta  mañana  a  las  seis  de  la  tarde.
                  Hasta entonces, calma, por favor, ¿eh?.
                         Claudia  trataba  de  serenar  a  su  marido.  A  la  media  hora,  los  cuatro  se
                  retiraron a dormir siquiera un rato.
                         ¡Qué mañana radiante la de aquel viernes! Totalmente propicia como para
                  tranquilizar los ánimos más alterados.
                         ¿Y el mar? Con el oleaje ideal para salir a dar vueltas con los dos kajaks.
                         —¡Primero  yo  con  papi!  —exclamó  Greta,  mientras  se  apresuraba  a
                  calzarse el salvavidas.
                         —¡Qué viva!, ¿eh? se quejó Marvin.
                         El  padre  no  los  dejaba  salir  solos.  La  mamá,  ni  soñar  con  que  iba  a
                  encerrar medio cuerpo en esa canoa tipo esquimal y a luchar contra las olas con
                  la única asistencia de un remo.
                         Así  fue  como  Greta  y  su  padre  se  lanzaron  al  mar,  cada  uno  en  su
                  correspondiente kajak.
                         Marvin decidió nadar un rato.
                         La madre se embadurnó con bronceador y se reclinó en una reposera, de
                  cara al sol.
                         De tanto en tanto, controlaba que sus tres deportistas anduvieran por allí,
                  con una mirada atenta.
                         Ya  bastante  alejados  de  la  costa  pero  no  tanto  como  para  que  pudiera
                  considerarse una imprudencia, Greta y su papá disfrutaban del paseo, sobre una
                  zona sin oleaje. Iban en fila india, a veinticinco o treinta metros de separación
                  uno del otro.
                         De repente, Greta vio unos brazos que salían del agua y que se aferraban a
                  su kajak, como si quisieran ponerlo del revés.
                         —¡Papi! —gritó espantada.
                         Los brazos que subían del mar se esforzaron y —pronto— la cabeza y del
                  torso de un muchacho estuvieron junto a los de la niña.
                         La cara, hinchada, amoratada, de labios violáceos.
                         La cabeza, rubia, de pelo abundante y ondulado.
                         ¡El mismo muchacho que le había parecido ver la noche anterior, reflejado
                  en el espejo del baño!
                         —¡Papá! ¡Socorro! —volvió a exclamar Greta, una y otra vez, antes de
                  que esos vigorosos brazos juveniles lograran dar vuelta su kajak.
                         Pronto  empezó  a  sentir  que  se  ahogaba,  atrapada  como  estaba  en  la
                  pequeña embarcación.




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