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Y el par de pies se encaminó hacia las escaleras y las descendió a todo lo
                  que daban.
                         Greta continuaba gritando, aterrorizada.
                         El canturreo de Marvin se interrumpió. Enseguida, un ruido en el baño —

                  de caño que cae— y un golpe contra el piso.
                         Greta chillaba; gritaba y seguía allí, acostada sobre el parquet, paralizada
                  y gritando.
                         Pronto,  estuvo  Marvin  a  su  lado.  Venía  rengueando.  Le  sangraba  una
                  rodilla.
                         —¡Casi  me  mato! ¿Qué te  pasa? Al oír tus gritos corrí la cortina de la
                  ducha  y  se  me vino abajo, con caño  y todo. Menos  mal  que resbalé contra el
                  bidet.
                         Más tarde, Greta le contó lo ocurrido. Aún lloraba.
                         Marvin se vendaba la rodilla, mientras intentaba calmarla y defenderse de
                  la acusación de haber grabado un mensaje.
                         Del  asunto  de  los  pies,  mejor  no  hablar.  No  sabía  qué  decir  y  el  sólo
                  imaginar el episodio le producía escalofríos.
                         Cuando trataron de escuchar nuevamente el mensaje, no lo ubicaron. Se
                  había borrado.
                         —Te juro que yo lo oí —sollozaba Greta—. Y también vi esos pies debajo
                  de tu cama.
                         —Está bien. Hoy vamos a dormir juntos, ¿eh?
                         Al rato, trasladaron la cama de Marvin al cuarto de Greta, que era más
                  amplio.  Cerraron  cuidadosamente  todos  los  ventanales  —persianas  bien  bajas
                  incluidas— y dejaron encendidas las luces de la casa.

                         A las cuatro de la madrugada del viernes, unos timbrazos insistentes.
                         Los  dos  se  despabilaron  enseguida,  sobresaltados  como  habían  pasado
                  aquellas horas sin poder dormir en paz.
                         Los timbrazos continuaban.
                         Ahora —también— golpes dados contra la puerta principal  y contra las
                  persianas de la planta baja.
                         ¿Quién sería?
                         Muertos de miedo, los hermanos decidieron bajar.
                         —¿Quien es? —preguntaron a dúo.
                         Las voces de sus padres casi les provocan un desmayo de felicidad.
                         Se abalanzaron a la puerta. Quitaron todas las trabas y—finalmente— la
                  abrieron.  Al  rato,  los  cuatro  estaban  instalados  en  la  sala,  tomando  un
                  reconfortante  chocolate  los  chicos  y  unas  copitas  de  cognac  Juan  y  Claudia,
                  nerviosos como habían viajado.
                         —Adelantamos el viaje porque durante todo el día de ayer, el teléfono de
                  aquí  daba  ocupado.  Pedimos  reparación  pero  —igual—  no  pudimos
                  tranquilizarnos.  ¡Ay,  Dios!,  qué  susto  nos  llevamos  al  encontrar  la  casa  como
                  clausurada, aunque se notaba que estaban encendidas las luces. ¿Qué les pasó?
                         ¿Contarles todo?
                         Después de una ligera guiñada cómplice, Greta y Marvin resolvieron que




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