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¿Dónde estaba Marvin? Un segundo antes, ahí, frente a ella.
                         —¡Marvin!  ¡Marvin!  —volvió  a  gritar,  entonces,  empezando  a
                  asustarse—.
                         —¡Maarviiin!
                         Su hermano salió del mar cinco minutos después, con la frente herida y sin
                  la tabla.
                         Greta lo vio corretear hacia ella, sujetándose la cabeza con ambas manos
                  mientras le decía:
                         —No pasó nada grave. Un pequeño accidente. No sé cómo pero la tabla se
                  me escapó, caí al agua y la maldita volvió contra mi frente con la fuerza de un
                  millón de olas.
                         Más tarde —ya en la casa— Greta curaba la herida de Marvin.
                         —¿Te parece que vayamos a una farmacia?, ¿qué llamemos a mamá?
                         —No, nena, no es nada. En  dos  o tres días ni cicatriz  me va a quedar.
                  Lástima que perdí la tabla...
                         Ese lunes transcurrió sin que ningún otro episodio desagradable turbara la
                  tranquilidad de los hermanos.
                         —Todo bien. Todo "al pelo" —le contaba Greta esa noche a sus padres,
                  cuando ellos les telefonearon para saber cómo andaban.
                         Después de la charla telefónica, comieron y jugaron a las cartas hasta casi
                  el amanecer.
                         Ambos dormían ya en sus cuartos en el momento en que algo empezó a
                  agitarse por el aire en la habitación de Marvin. Producía un sonido como de hilos
                  de seda que el viento zarandeaba.
                         El  muchacho  dormía  profundamente.  Y  nunca  se  hubiera  despertado
                  debido a ese ruidito a no ser porque —de repente— esa especie de madeja de
                  hilos se depositó sobre su cara y se apretó contra ella, comenzando a quitarle el
                  aliento.  Al  principio,  Marvin  reaccionó  instintivamente,  dormido  como  estaba.
                  Sus  manos  intentaban  —inútilmente—  desprenderse  de  esa  maraña  que
                  amenazaba ahogarlo. Recién cuando sintió su boca llena de pelos con sabor a sal,
                  se despertó agitadísimo.
                         Luchó con fuerza para librarse de aquello que —a la luz del día que ya
                  iluminaba a medias su cuarto— pudo ver que era una cabellera.
                         Una  abundante,  ondulada  y  rubia  cabellera  que  lo  abandonó  cuando
                  Marvin estaba a punto de destrozarla a manotazos.
                         Como si volara despacio, se movió de aquí para allá por el cuarto y de
                  pronto salió por la ventana entreabierta, en dirección al mar.
                         Marvin  se  sentó  en  su  cama.  Transpirado  y  con  taquicardia,  tardó  en
                  reaccionar. La cabeza le hervía, el cuerpo también.
                         —¡Tengo  fiebre!  ¡Qué  pesadilla,  demonios!  —y  recomponiéndose,  fue
                  hasta el botiquín del baño en busca de aspirinas.
                         —Si sigo así, le voy a hacer caso a Greta y vamos a ir hasta una farmacia
                  para que me revisen la herida. ¿Se me habrá infectado? ¡Flor de pesadilla tuve!
                  ¡Deliraba!
                         Y  todo  ese  martes  permaneció  en  el  lecho,  atendido  y  mimado  por  su
                  hermana, a la que no le contó ni una palabra de lo sucedido.




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