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Marvin resbaló.
Si no hubiera sido porque Greta logró atajarlo —ya que se encontraba dos
escalones más abajo— buen porrazo se hubiese dado al rodar desde allí arriba.
—¡Qué raro! —comentaban más tarde, al observar la vieja gorra marinera
que había ocasionado el resbalón—. No es de papá. ¿Cómo no la vimos antes?
¿Quién la habrá dejado en ese peldaño?
La gorra era una de esas que formaban parte de los trajes marineros que
solían usar los varones a principios de siglo. ¡Qué raro!
Más tarde, ya en su cuarto y en su cama, Greta sintió blandas pisadas que
recorrían su balcón-terraza.
—Sugestionada. Eso es. Estoy totalmente sugestionada por el asunto de la
gorra — pensó.
Encendió el velador y se levantó con decisión, haciéndose la valiente
como cada vez que algo le producía temor.
Prendió el farol de la terraza y —de un tirón de la correspondiente
soguita— corrió los cortinados del ventanal.
No había nadie allí. Salvo la mesa y las dos mecedoras de mimbre, nadie
ni nada. Dejó la luz encendida —para calmarse— y volvió a su cama.
No vio entonces —por suerte— que una de las mecedoras empezaba a
balancearse lentamente, como si alguien invisible la hubiera ocupado y mirara
hacia adentro. La mecedora siguió balanceándose hasta el amanecer.
Greta aún dormía cuando unas huellas de pies descalzos —y no mucho
más grandes que las suyas— fueron formándose en la arena, desde la parte
inferior de la casa —justo debajo de su cuarto—y en dirección al mar. Las
últimas se perdieron en las orillas y las olas se las trasaron de inmediato.
Durante la mañana del lunes, los hermanos disfrutaron del mar y de la
playa. Marvin estaba entretenido con su tabla de surf.
Greta tomaba sol sobre una loneta mientras que —de a ratos— leía una
novela de amor, ultra romántica, de esas que si se pudieran retorcer como una
toalla empapada, seguro que chorrearía almíbar.
De pronto, el calor la venció y se quedó dormida.
No habría pasado un cuarto de hora, cuando la despertó una caricia
húmeda sobre una mejilla.
Sin abrir los ojos, protestó:
—Ufa, Marvin; no molestes.
La caricia recorría ahora su espalda, era un dedo índice marcando
suavemente el contorno de su columna vertebral. Sintió un cosquilleo.
Ahí sí que abrió los ojos, enojada:
—¿Será posible que no puedas dejarme en paz?
¡Qué sorpresa! A Marvin podía contemplárselo en el mar, aún jugando
con su tabla. Y debía de ser el reflejo del sol el que le hizo ver a Greta algo así
como la delicadísima forma de una mano de muchacho, flotando un instante a su
alrededor para —en seguida— desvanecerse en el aire en dirección al mar. La
chica se inquietó.
—¡Marvin! —gritó entonces—. ¡Ya estoy achicharrada! ¡Vuelvo a la
casa! ¡El sol me está haciendo ver visiones!
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