Page 24 - Socorro_12_cuentos_para_caerse_de_miedo
P. 24

Marvin resbaló.
                         Si no hubiera sido porque Greta logró atajarlo —ya que se encontraba dos
                  escalones más abajo— buen porrazo se hubiese dado al rodar desde allí arriba.
                         —¡Qué raro! —comentaban más tarde, al observar la vieja gorra marinera
                  que había ocasionado el resbalón—. No es de papá. ¿Cómo no la vimos antes?
                  ¿Quién la habrá dejado en ese peldaño?
                         La gorra era una de esas que formaban parte de los trajes marineros que
                  solían usar los varones a principios de siglo. ¡Qué raro!
                         Más tarde, ya en su cuarto y en su cama, Greta sintió blandas pisadas que
                  recorrían su balcón-terraza.
                         —Sugestionada. Eso es. Estoy totalmente sugestionada por el asunto de la
                  gorra — pensó.
                         Encendió  el  velador  y  se  levantó  con  decisión,  haciéndose  la  valiente
                  como cada vez que algo le producía temor.
                         Prendió  el  farol  de  la  terraza  y  —de  un  tirón  de  la  correspondiente
                  soguita— corrió los cortinados del ventanal.
                         No había nadie allí. Salvo la mesa y las dos mecedoras de mimbre, nadie
                  ni nada. Dejó la luz encendida —para calmarse— y volvió a su cama.
                         No  vio  entonces  —por  suerte—  que  una  de  las  mecedoras  empezaba  a
                  balancearse lentamente, como si alguien invisible la hubiera ocupado  y mirara
                  hacia adentro. La mecedora siguió balanceándose hasta el amanecer.
                         Greta aún dormía cuando unas huellas de pies descalzos  —y no mucho
                  más  grandes  que  las  suyas—  fueron  formándose  en  la  arena,  desde  la  parte
                  inferior  de  la  casa  —justo  debajo  de  su  cuarto—y  en  dirección  al  mar.  Las
                  últimas se perdieron en las orillas y las olas se las trasaron de inmediato.
                         Durante  la  mañana  del  lunes,  los  hermanos  disfrutaron  del  mar  y  de  la
                  playa. Marvin estaba entretenido con su tabla de surf.
                         Greta tomaba sol sobre una loneta mientras que —de a ratos— leía una
                  novela de amor, ultra romántica, de esas que si se pudieran retorcer como una
                  toalla empapada, seguro que chorrearía almíbar.
                         De pronto, el calor la venció y se quedó dormida.
                         No  habría  pasado  un  cuarto  de  hora,  cuando  la  despertó  una  caricia
                  húmeda sobre una mejilla.
                         Sin abrir los ojos, protestó:
                         —Ufa, Marvin; no molestes.
                         La  caricia  recorría  ahora  su  espalda,  era  un  dedo  índice  marcando
                  suavemente el contorno de su columna vertebral. Sintió un cosquilleo.
                         Ahí sí que abrió los ojos, enojada:
                         —¿Será posible que no puedas dejarme en paz?
                         ¡Qué  sorpresa!  A  Marvin  podía  contemplárselo  en  el  mar,  aún  jugando
                  con su tabla. Y debía de ser el reflejo del sol el que le hizo ver a Greta algo así
                  como la delicadísima forma de una mano de muchacho, flotando un instante a su
                  alrededor para —en seguida— desvanecerse en el aire en dirección al mar. La
                  chica se inquietó.
                         —¡Marvin!  —gritó  entonces—.  ¡Ya  estoy  achicharrada!  ¡Vuelvo  a  la
                  casa! ¡El sol me está haciendo ver visiones!




                                                           24
   19   20   21   22   23   24   25   26   27   28   29