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—Con lo miedosa que es, si le cuento mi sueño capaz que quiere volver a
                  la ciudad.
                         Greta pasó las horas de enfermera improvisada junto a la cama de Marvin
                  y muy entretenida con su modelado de figuritas de arcilla.
                         Hizo varias, pero la que más le gustó fue un florerito con la forma de una
                  bota.
                         Las pintó a todas y las puso a secar sobre la mesa de mimbre de su balcón-
                  terraza.
                         Enfrente, el bello  mar  y el constante rugido de las olas. Entre ellas, un
                  constante gemido, inaudible desde la playa.
                         Cuando  los  padres  les  telefonearon  —cerca  de  la  hora  de  cenar—  el
                  informe de los chicos fue el mismo que el del día anterior:
                         —Todo bien. Todo "al pelo".

                         El miércoles a la mañana —bien tempranito y después de comprobar que
                  Marvin dormía plácidamente— Greta bajó a caminar por la playa. Volvió para la
                  hora  de  desayunar;  quería  despertar  a  su  hermano  con  una  apetitosa  bandeja
                  repleta de tostadas y dulce de leche.
                         Cuando  intentó  abrir  la  puerta  de  entrada  a  la  casa,  sintió  que  alguien
                  resistía del otro lado del picaporte. La puerta —entre que ella empujaba de un
                  lado  y  alguien,  del  otro,  impidiéndole  el  acceso—  se  mantenía  apenas
                  entreabierta.
                         —¡Vamos, Marvin, qué tontería! ¡Espero que abras de una buena vez!
                         Nadie le contestó.
                         Greta espió entonces por el agujero de la cerradura y pudo ver una tela de
                  lana rayada, como la de las mallas antiguas aunque ella lo ignorara.
                         —¿Qué  broma  es  esta,  Marvin?  ¡Que  me  abras  de  inmediato,  te  digo!
                  ¡Dale, bobo!
                         Greta  volvió  a  empujar.  En  esta  oportunidad,  ya  nadie  resistía  del  otro
                  lado por lo que entró a la sala casi a los saltos, impulsada por su propia fuerza.
                         —Y —encima— te escondiste. Sí que estás en la edad del pavo, Marvin,
                  ¿eh? Un leve chasquido —que provenía de uno de los ventanales corredizos— la
                  hizo darse vuelta.
                         Greta  se  dirigió  —entonces—  al  ventanal  y  separó  con  vigor  ambos
                  cortinados.  A  través  de  las  persianas  —como  si  éstas  fueran  de  aire  y  no  de
                  madera—escapó hacia la playa el reflejo de un muchacho rubio  y vestido con
                  malla de otra época. Fue una visión fugaz. Greta soltó un chillido.
                         Marvin se apareció —de repente— en lo alto de la escalera, casi con la
                  almohada pegada a la cara y protestando:
                         —¿No se puede dormir en esta casa? ¿Qué significa este escándalo?
                         Durante  el  desayuno  —que  tomaron  en  la  cocina—  Greta  estuvo  muy
                  callada, pensativa.
                         Después,  le  contó  a  su  hermano  el  asunto  de  la  puerta  y  de  la  silueta
                  transparente.
                         Marvin revisó el picaporte. Aseguró que estaba medio enmohecido  y le
                  echó unas gotas de lubricante. En cuanto a la silueta...




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