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veinte kilómetros que los separaban de ese solitario paraje marítimo se les
antojaron mil; sobre todo, a los chicos.
Arribaron al amanecer.
La casa de vacaciones era —verdaderamente— hermosa, tal como los
padres habían dicho. Amplia, totalmente refaccionada, luminosa. Amueblada con
exquisito gusto. Decorada con calidez. Parecía recién hecha.
Sin embargo, su construcción databa de principios de siglo.
Greta eligió para sí una de las cuatro habitaciones de la planta alta, la
única que se abría a un espacioso balcón-terraza con vista al mar.
—¡Qué viva! —opinó Marvin.
Ese fin de semana, los cuatro Alcobre lo dedicaron a acomodar todo lo
que habían llevado y a darse unos saludables baños de mar en la playita que
parecía una prolongación de la casa, tan cerca de ella se extendía. Tan cerca, que
habría podido considerársela una playa privada.
Además, alejado como estaba el edificio de los otros de la zona, a los
Alcobre se les fisuraba que toda la “Villa La Resolana” formaba parte de su
patrimonio. ¡Qué paraíso!
Los padres partieron de regreso a la ciudad el domingo a la noche. Aún les
restaba una semana de trabajo para iniciar las vacaciones.
Partieron con mil recomendaciones para los chicos, como era de prever.
Sobre todo, que no se apartaran demasiado de las orillas al ir a bañarse en el mar,
que no salieran de la casa después de las nueve de la noche, que se arrestaran
para las comidas y bebidas con la abundante provisión que les dejaban en la
heladera y en el freezer —así no debían ir al centro del pueblo mientras
permanecían solos, aunque no quedaba tan lejos de allí y —por cualquier cosa—
los llamaran por teléfono.
—Es telediscado. Ya lo probé para telefonear a los abuelos y los tíos y
funciona perfectamente —les comentó la madre—. Ah, y papi acaba de conectar
el contestador automático que trajimos de su estudio para usarlo acá durante estos
días. Así, nos quedamos tranquilos si nosotros necesitamos comunicarles algo
con urgencia y ustedes están en la playa. Tienen que escucharlo todos los días,
¿eh?
—Ay, mamá, cuanto lío por cuatro días locos... —protestó Marvin.
—¿Algún otro consejito? —ironizó Greta.
Sin embargo, excitados por lo que encaraban como su primera aventura
"de grandes", tomaron las recomendaciones de buen humor y prometieron a todo
que sí. Antes de despedirse de los padres, los sorprendieron —gratamente—
colocando al frente del edificio un cartel hecho en cerámica por Greta y
primorosamente pintado por Marvin. Decía: "LA CASA VIVA".
Si bien los chicos explicaron que se les había ocurrido bautizarla de ese
modo porque les parecía que formaban parte de ella desde siempre, que en ese
paraíso particular se sentían tan cobijados y cómodos como en el departamento
del centro, lejos estaban de suponer que habían acertado con el nombre justo.
Ya era cerca de la madrugada cuando Greta y Marvin decidieron ir a
dormir. Habían estado jugando a los dados en la sala de la planta baja.
Mientras subían la escalera de madera que los conducía a sus habitaciones,
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