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no, aliviados como se sentían en compañía de sus padres y empezando a
sospechar que lo aparentemente sucedido no era otra cosa que producto de su
imaginación. También, había sido la primera vez de prueba de estar solos tanto
tiempo. Y tan lejos.
Únicamente les dijeron que habían oído ruidos extraños... y que por las
dudas... por si algún ladrón...
—¡Mañana salimos con los kajaks! —anunció el padre— Ahora, ¡a
descansar todo el mundo!
Greta fue al baño. Iba a apagar la luz para regresar a su habitación cuando
el rostro de un muchacho rubio —de abundante cabellera ondulada— se le
apareció fugazmente en el espejo, por detrás del suyo. La visión duró una
fracción de segundo. El tiempo justo como para que la niña lograra ahogar un
grito y correr a su cama. Indudablemente, las alucinaciones no habían terminado.
—Mañana le voy a contar todo a mami. Si guardo en secreto todas estas
fantasías voy a acabar viendo extraterrestres —pensó.
Pero —por esta vez— les pidió a sus padres que le permitieran descansar
con ellos, como cuando era chiquita. Un rato después, los cuatro Alcobre
dormían.
Primero fue un chasquido proveniente de la cocina y que nadie oyó.
Enseguida, otro, más fuerte que el anterior: algo se estaba resquebrajando. De
inmediato, un ruido como de cristales que se parten contra el piso.
Entonces sí que los cuatro se despertaron.
Se apuraron en llegar a la cocina. Todos los azulejos de una de las paredes
se estaban despegando como figuritas de papel, separándose varios centímetros
del cemento antes de estrellarse contra las baldosas del suelo.
En pocos instantes, esa pared quedó casi desnuda.
Los chicos se asustaron mucho —por supuesto—pero el padre opinó que
se trataba de un mal pegamento... y que la dilatación de los materiales... y que ya
le iba a reclamar al arquitecto que se había encargado de las refacciones.
La madre puso en marcha el ventilador de techo, para refrescar el
ambiente cálido de la cocina cerrada y los invitó a otra vuelta de chocolate,
mientras le ofrecía un licorcito helado a su marido.
Una pausa amable antes de regresar a la cama, después de aquel disgusto.
Así —pues— los cuatro se sentaron en torno a la mesa redonda, instalada debajo
del ventilador.
Charlaban acerca de lo acontecido, sin darle mayor importancia.
Un crac, seguido de otro y de otro más, les hizo elevar las miradas hacia el
techo. Varias grietas se comenzaban a dibujar allí, exactamente alrededor de la
parte central del ventilador que giraba normalmente.
El último crac fue la alarma de que el artefacto amenazaba desprenderse.
—¡Levántense! ¡Salgan de acá, rápido! —gritó el padre, mientras él
también abandonaba su puesto a la mesa.
Los cuatro consiguieron salir de la cocina con la celeridad necesaria como
para salvarse de lo que podía haber sido una catástrofe: el ventilador de techo se
desprendió —girando enloquecido— y —girando aún— se desplomó sobre la
mesa. Instintivamente, la madre se llevó las manos al cuello. Los demás la
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