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De repente —y cuando ya lo perdían las fuerzas— vio las luces de varias
                  linternas  a  lo  lejos,  casi  donde  las  lomas  se  fundían  con  los  murallones  del
                  castillo imperial.
                         Desesperado,  se  dirigió  hacia  allí  en  busca  de  auxilio.  Cayó  de  bruces
                  cerca de lo que parecía un campamento de vendedores ambulantes, echados a un
                  costado del camino.
                         Todos  estaban  de  espaldas  cuando  Kenzo  llegó.  Parecían  dormitar,
                  sentados de caras hacia el castillo.
                         —¡Socorro! ¡Socorro! —exclamó el muchacho—. ¡Oh! ¡Oh! —y no podía
                  decir más.
                         —¿Qué  te  pasa?  —le  preguntó,  bruscamente—  el  que  —visto  por
                  detrás— parecía el más viejo del grupo. Los demás, permanecían en silencio.
                         —¡Oh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Qué horror! ¡Yo!... —Kenzo no lograba explicar lo que
                  le había sucedido, tan asustado como estaba.
                         —¿Te hirió alguien?
                         —No... No... Pero... ¡Oh!
                         —¿Te asaltaron, tal vez?
                         —No... Oh, no...
                         —Entonces,  sólo  te  asustaron,  ¿eh?  —le  preguntó  nuevamente  con
                  aspereza— ése que parecía el más viejo del grupo.
                         —Es que... ¡Suerte encontrarlos a ustedes! ¡Oh! ¡Qué espanto! Encontré
                  una niña junto al canal y ella era... ella me mostró... Ah, no; nunca podré contar
                  lo  que  ella  me  mostró...  Me  congela  el  alma  de  sólo  recordarlo...  Si  usted
                  supiera...
                         Entonces, como si todos los integrantes de aquel grupo se hubieran puesto
                  de acuerdo a una orden no dada, todos se dieron vuelta y miraron a Kenzo, con
                  sus rostros iluminados desde los mentones con las luces de las linternas. El viejo
                  se reía a carcajadas, estremecedoras como las de aquella niña, mientras le decía:
                         —¿Era algo como esto lo que ella te mostró?
                         Las carcajadas de los demás acompañaron la pregunta.
                         Kenzo vio entonces —aterrorizado— diez o doce caras tan lisas como las
                  de la niña del canal. Durante apenas un instante las vio porque —de inmediato—
                  todas  las  linternas  se  apagaron  y  el  coro  —como  de  pajarracos—  cesó  y  el
                  muchacho quedó solo, prisionero de la oscuridad y del silencio, hasta que el sol
                  del amanecer lo devolvió a la vida y a su casa.
                         Los muyins jamás volvieron a recibir su visita.






















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