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El muchacho le habló, entonces, pero ella tampoco se dio vuelta.
                         Ahora ocultaba su carita entre los pliegues  de una de las mangas de su
                  precioso  kimono  y  su  llanto  había  crecido.  ¿Un  pichón  de  hada  perdido  a  la
                  intemperie, tal vez?
                         Kenzo le rozó apenas un hombro, muy suavemente.
                         —Pequeña dama —le dijo entonces—. No llore, así, por favor, ¿Qué le
                  pasa? ¡Quiero ayudarla! ¡Cuénteme qué le sucede!
                         Ella seguía gimiendo y tapándose el rostro.
                         —Distinguida señorita, le suplico que me conteste.
                         Aunque proveniente de una modesta familia campesina, la educación de
                  Kenzo  no  había  dependido  de  la  mayor  o  menor  riqueza  que  poseyeran  sus
                  padres sino de que ellos valoraban —por sobre todo— la educación de sus hijos.
                  Por  eso,  él  podía  expresarse  con  modales  gentiles  y  palabras  elegidas  para
                  acariciar los oídos de cualquier damita. Insistió, entonces:
                         —Le repito, honorable señorita, permita que le ofrezca mi ayuda. No llore
                  más, se lo ruego. O —al menos— dígame por qué llora así.
                         La niña se dio vuelta muy lentamente, aunque mantenía su carita tapada
                  por la manga del kimono.
                         Kenzo la alumbró de lleno con su linterna y fue en ese momento que ella
                  dejó deslizar la manga apenas, apenitas.
                         El muchacho contempló entonces una frente perfecta, amplia, hermosa.
                         Pero la niña lloraba, seguía llorando.
                         Ahora, su voz sonaba más que nunca como la de un pájaro desamparado.
                         Kenzo  reiteró  su  ruego;  su  corazón  comenzaba  a  sentirse  intensamente
                  atraído  por  esa  voz,  por  esa  personita.  Una  sensación  rara  que  jamás  había
                  experimentado antes lo invadía.
                         —Cuénteme qué le sucede, por favor...
                         Salvo  la  frente  —que  mantenía  descubierta—  ella  seguía  ocultándose
                  cuando —por fin— le dijo:
                         —Oh... Lamento no poder contarte nada... Hice una promesa de guardar
                  silencio acerca de lo que me pasa... Pero lo que sí puedo decirte es que fui yo
                  quien te ha estado siguiendo durante estos días. No me animaba a hablarte, pero
                  ahora siento que podemos ser amigos... ¿No es cierto?
                         Kenzo le tocó apenitas el pelo: pura seda.
                         En ese instante fue cuando ella dejó caer la manga por completo y el chico
                  —horrorizado— vio que su rostro carecía de cejas, que no tenía pestañas ni ojos,
                  que le faltaban la nariz, la boca, el mentón... Cara lisa. Completamente lisa. Y
                  desde esa especie de gran huevo inexpresivo partieron unos chillidos burlones y
                  —enseguida— una carcajada que parecía que no iba a tener fin.
                         Kenzo  dio  un  grito  y  salió  corriendo  entre  la  negrura  que  volvía  a
                  empaquetarlo todo.
                         Su linterna, rota y apagada, quedó tirada junto al canal.
                         Y  Kenzo,  corrió,  corrió,  corrió.  Espantado.  Y  corrió  y  corrió,  mientras
                  aquella carcajada seguía resonando en el silencio.
                         Frente a él y su carrera, solamente ese túnel de la oscuridad que el chico
                  imaginaba sin fondo, como su miedo.




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