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sensación doble partió aquella tarde rumbo a las famosas lomas de Akasaka, con
el propósito de recorrerlas sin otra compañía que la de su propia linterna.
Obviamente, a su mamá le mintió y así consiguió que lo dejara salir solo:
—Encontré al tío Kentaro en el mercado; me pidió que lo ayude a trenzar
bambúes. También se lo pidió a los primos Endo. Está atrasado con el trabajo y
dice que así podrá terminarlo para mañana, como prometió. Me voy a quedar a
dormir en su casa, madre.
El tío Kentaro vivía en las inmediaciones del antiguo canal, por lo que la
mamá de Kenzo no dudó en permitirle que pasara la noche allá.
—Ni sueñes con volver hoy. Mañana, cuando el sol ya esté bien alto, ¿eh?
En aquella época, tampoco existían los teléfonos, de modo que la mentira
de Kenzo tenía pocas probabilidades de ser descubierta. Además, no era un
muchacho mentiroso: ¿por qué dudar de sus palabras?
Apenas comenzaba a esconderse el sol cuando Kenzo arribó a las lomas.
Debió aguardar un buen rato para encender su linterna. Pero cuando la encendió,
ya se encontraba en la mitad de aquella zona y de la oscuridad.
Se desplazaba muy lentamente, un poco debido al temor de ser
sorprendido por algún muyin y otro poco, a causa de que la lucecita de su
linterna apenas si le permitía ver a un metro de distancia.
De pronto, se sobresaltó. Unas pisadas ligeras, unos pasitos suaves
parecían haber empezado a seguirlo.
Kenzo se volvió varias veces, pero no bien se daba vuelta los pasos
cesaban. Y él no alcanzaba a descubrir nada ni a nadie. Era como si alguien se
ocultara en el mismo instante en que el muchacho intentaba tomarlo
desprevenido con su luz portátil.
Sí, era indudable que alguien se escondía entre los arbustos. Y que desde
los arbustos podía observarlo claramente a él: el simpático rostro de Kenzo se
destacaba entre aquella negrura, cálidamente iluminado por la linterna.
Durante dos o tres fines de semana más, este episodio se repitió tal cual.
Kenzo continuaba con las mentiras a su madre para poder volver a las lomas.
¿Sería un muyin esa silenciosa y perturbadora presencia que lo seguía y lo
espiaba? Y si era así, ¿por qué se mantenía oculto?, ¿por qué no lo atacaba de una
buena vez, apareciéndosele —de golpe— para darle un susto mortal, como
decían que a esos seres les divertía hacer?
Al fin, una noche, Kenzo iluminó una pequeña silueta femenina que se
mantenía agachada junto al canal. La veía de espaldas a él. Estaba sola allí y
sollozaba con infinita tristeza. Parecía la voz de un pájaro desamparado.
Con desconcierto pero igualmente conmovido, el muchacho prosiguió con
su inesperada inspección, mientras ella aparentaba no tomar en cuenta su
proximidad: continuaba de rodillas junto a la orilla del canal, gimiendo.
Era una niña de la edad de Kenzo. Estaba vestida con sumo refinamiento.
También su peinado era el típico de las jovencitas de muy acomodada familia.
La confusión de Kenzo se iba convirtiendo en gigante: ¿Qué hacía esa
mujercita allí, sola, nada menos que en aquella zona y a esas horas de la noche?
De pronto, se animó y caminó hacia ella. Si una nena era capaz de
internarse en las lomas, con más razón él, ¿no?
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