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                                               LOS MUYINS



                         En la época en que Kenzo Kobayashi vivía en Tokyo y era un muchachito
                  acaso  de  tu  misma  edad,  no  existía  la  luz  eléctrica.  Ni  calles,  ni  caminos,  ni
                  carreteras estaban iluminados como hoy en día.
                         Por eso, a partir del anochecer, quienes salían fuera de las casas debían
                  hacerlo provistos de sus propias linternas. Era así como bellos faroles de papel
                  podían  verse  aquí  o  allá,  encendiendo  la  negrura  con  sus  frágiles  lucecitas.  Y
                  como decían que la negrura era especialmente negra en las lomas de Akasaka —

                  cerca de donde vivía Kenzo— y que se oían por allí —durante las noches— los
                  más extraños quejidos, nadie se animaba a atravesarlas si no era bajo la serena
                  protección del sol.
                         De  un  lado  de  las  lomas  había  un  antiguo  canal,  ancho  y  de  aguas
                  profundas  y  a  partir  de  cuyas  orillas  se  elevaban  unas  barrancas  de  espesa
                  vegetación. Del otro lado de las lomas, se alzaban los imponentes paredones de
                  uno de los palacios imperiales.
                         Toda la zona era muy solitaria no bien comenzaba a despegarse la noche
                  desde los cielos. Cualquiera que —por algún motivo— se veía sorprendido cerca
                  de las lomas al oscurecer, era capaz —entonces— de hacer un extenso rodeo, de
                  caminar de más, para desviarse de ellas y no tener que cruzarlas.
                         Kenzo era una criatura muy imaginativa. Lo volvían loco los cuentos de
                  hadas y cuanta historia extraordinaria solía narrarle su abuela.
                         Por eso, cuando ella le reveló la verdadera causa debido a la cual nadie se
                  atrevía a atravesar las lomas durante la noche, Kenzo ya no pensó en otra cosa
                  que en armarse de valor y hacerlo él mismo algún día.
                         —Los  muyins.  Por  allá  andan  los  muyins  entre  las  sombras  —le  había
                  contado su abuela, al considerar que su nieto ya era lo suficientemente grandecito
                  como  para  enterarse  de  los  misterios  de  su  tierra  natal—.  Son  animales
                  fantásticos. De la montaña. Bajan para sembrar el espanto entre los hombres. Les
                  encanta  burlarse  mediante  el  terror.  Aunque  son  capaces  de  tomar  apariencias
                  humanas,  no  hay  que  dejarse  ensañar,  Kenzo;  las  lomas  están  plagadas  de
                  muyins.  A  los  pocos  desdichados  que  se  les  aparecieron,  casi  no  viven  —
                  después— para contarlo, debido al susto. Que nunca se te ocurra cruzar esa zona
                  de noche, Kenzo; te lo prohibo, ¿entendiste?
                         La curiosidad por conocer a los muyins crecía en el chico a medida que su
                  madre iba  marcando una rayita más sobre su cabeza  y contra una columna de
                  madera de la casa, como solía hacerlo para medir su altura dos o tres veces por
                  año.
                         Una tarde, Kenzo decidió que  ya había crecido lo suficiente como para
                  visitar las lomas que tanto lo intrigaban. (En secreto —claro— no iban a darle
                  permiso para exponerse a semejantes riesgos.)
                         Los muyins... Podría decirse que Kenzo estaba obsesionado por verlos, a
                  pesar de que le daba miedo —y mucho— que se cumpliera su deseo. Y con esa


                  1  Versión libérrima de "Muyina", leyenda japonesa.


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