Page 90 - El club de los que sobran
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envueltos en lindas cajas del supermercado Eco. Me acerqué a ellas y las toqué. No sé por
qué lo hice. Tal vez quería sentir su peso, o simplemente acariciar el botín, todo el tesoro
que se necesita para comprar a una persona.
Entonces alguien puso la mano en mi hombro. Y de inmediato supe que esa mano no
era la de mis compañeros.
Giré, pero la luz de una linterna me dejó ciego por milésimas de segundo.
La figura dijo:
—¿Qué hace acá, jovencito?
No supe qué responder. Aún tratando de ver a mi acusador, lo único que atiné fue a
sacarme la luz de encima.
—Te hice una pregunta, cabro…
Entonces lo vi. Sesenta años, barba blanca de chivo, ojeras marcadas y un olor a vino
en el aliento. Don Juan Carrasco, viejo guardia del Club Italia. Me alegré por él, después
de todo, tras el cierre de nuestro club, por fin había podido conseguir trabajo. El problema
es que…
—¿Gabriel?
Efectivamente. Me conocía desde que era un niño. A mi papá le encantaba el baby
fútbol y las canchas del club lo vieron brillar. Yo nunca me perdí un partido. Y don
Juan…
—¿Qué haces acá, cabro? ¿Por qué?… ¿Tú mamá sabe de…?
Se le atolondraron las palabras, de la misma forma que a mí se me atolondraron los
pensamientos. La voz no me salía y mi cara de asustado lo debe haber asustado a él
también. Pasamos unos segundos de incredulidad, hasta que don Juan se separó unos
pasos y dijo:
—Lo siento. Voy a tener que llamar a tu mamá.
—¡No! —supliqué, pero al momento me arrepentí. ¿Por qué no? ¡Agradece que no
quiera llamar a los carabineros, Gabriel!
—¿Por qué no? —preguntó incrédulo.
—Porque…
No se me ocurrió qué decir. Al final de cuentas, soy un cabro chico que cuando le
tocan cosas de grande, se chupa.
—Mire, don Juan…
Traté de explicarle, pero entonces alguien se metió en la conversación.
—Ahora no le podemos explicar —dijo Pablo.
Y acto seguido, le pegó a don Juan en la nuca con un trofeo tan horrible como toda la
junta de vecinos. Y don Juan cayó.
—Como en las películas —dije. Luego levanté la vista, y en la entrada de la cocina vi a
Chupete y a la Dominga, que con la boca abierta apreciaban el nuevo panorama.
—Ahora sí que estamos fritos —dijo Chupete.
Por un segundo, coincidí con él. Por suerte la Dominga se agachó, le tocó el cuello a
don Juan y nos dijo:
—Solo se desmayó.
—¿Solo se desmayó? ¿Y qué esperabas? ¿Matarlo para cortarlo en pedacitos y tirarlo al
río?
—No es momento para hacerse el gracioso, Gabriel —me dijo seria.
Yo no sabía si ponerme a llorar o a reír. ¡Ahora noqueábamos a la gente!
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