Page 87 - El club de los que sobran
P. 87

Hasta que Pablo rompió el hielo, se puso de pie y dijo:
             —Yo cacho que ya es hora de irnos para la casa.
             Nadie lo contradijo. Pablo le dio la mano a la Dominga.
             —Vamos a ir a dejar a los péndex y después te llevo a tu departamento. Es mejor que
          duermas ahí hoy.
             La Dominga no dijo ni pío.
             Los  cuatro  caminamos  en  silencio.  Debe  haber  sido  el  recorrido  más  triste  que  he
          hecho en mi vida. Más encima, parece que las noches de verano en Santiago sirven para
          que la gente se ponga contenta. ¿De qué?, me pregunto yo. ¿De sus tarjetas de crédito
          copadas o de lo caro que cuestan los colegios? Algunos pasaban en sus autos gritándole
          cosas  cochinas  a  la  Dominga,  mientras  otros  compartían  una  botella  de  pisco  en  las
          banquetas. La pista de skate se había transformado en un lugar triste, oscuro y hediondo a
          vino barato.
             Nos despedimos de Bustamante y subimos por Malaquías Concha. A los pocos metros,
          divisé mi casa. La luz del farol estaba prendida. Es decir, mi mamá nos esperaba.
             Hasta que llegó la hora, pensé. Mañana voy a estar en Pueblo Seco y todo esto será
          como una ilusión. Una ilusión que pudo transformarse en una aventura bacán, si la vida
          fuera como en las películas… pero con nuestra suerte no nos alcanzaba ni para programa
          de televisión.
             Mi  hermano  me  preguntó  si  tenía  llaves.  Negué  con  la  cabeza.  Sin  poder  decir  una
          palabra, yo estaba a punto de llorar. Pobre gil débil, pensé. Traté de no mirar a nadie, me
          tapé la cara e inventé un estornudo mentiroso. Pablo se palpó los bolsillos, pero yo no lo
          quise esperar; si mi mamá estaba en la cocina esperándome, era mejor entregarse manso y
          sin oponer resistencia.
             Estiré mi dedo en dirección al timbre, con la intención de aligerar el peso de mi muerte,
          pero en ese instante el destino (y, hay que reconocerlo, mi único amigo) decidió hacerle
          una finta a la parca: Chupete me dio un mangazo como de rugbista maorí que casi me
          quiebra el brazo.
             —Espera —dijo.
             Lo miré. Parecía como si en media hora de silencio hubiera crecido dos años. O sea,
          seguía siendo un niño, pelado y feo, pero en sus ojos percibí algo extraño, algo como…
          sabiduría.
             —Si  entras  ahí  vas  a  terminar  en  un  pueblo  perdido  el  resto  del  verano  —dijo  mi
          amigo.
             —Déjate de hinchar, gordo —dijo Pablo—. Esta cosa termina acá.
             —Tú cállate —le respondió Chupete.
             —¿Qué? —a mi hermano casi se le salieron los ojos.
             —Me escuchaste perfectamente. Cállate, Pablo, ¡cállate, cállate, cállate!
             Los gritos se escucharon en todo el barrio. Incrédulo, Pablo solo atinó a tirarse encima
          de  Chupete  y  taparle  la  boca.  Si  alguien  nos  veía,  llamaba  a  los  carabineros  y  nos
          denunciaba por el asalto a un imitador del goleador de la selección chilena, delito muy
          grave, según he escuchado.
             En medio de la refriega, miré a la Dominga. Ella me respondió el gesto, y a los pocos
          segundos  nos  dio  un  ataque  de  risa.  Desde  el  suelo,  Pablo  y  Chupete  dejaron  de
          revolcarse y nos miraron como pidiendo una explicación.
             —¿Se puede saber de qué se ríen el par de tarados? —preguntó Pablo.



                                                           87
   82   83   84   85   86   87   88   89   90   91   92