Page 89 - El club de los que sobran
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Luego añadió:
             —Llegó el momento de romper las reglas, cabros. Así que se los digo ahora para que
          después no haya malos entendidos: vamos a entrar a la junta de vecinos a la mala. Es
          decir, vamos a cometer un delito. Y el que no se atreva, mejor que se quede acá.
             Ninguno se movió.
             Chupete dio media vuelta y comenzó a caminar. Yo me apuré en acompañarlo. A los
          segundos, éramos los cuatro, otra vez.
             Parecíamos  una  banda  de  vaqueros.  Por  un  momento  quise  que  mi  papá  estuviera
          cerca. De más que nos apoyaba.

                                                          * * *

             Ubicada en la calle Alberto Baines, la junta de vecinos es una casa amarilla, con un
          letrero celeste y un jardín tan mal cuidado que prácticamente dice «somos pocos y nos
          importa nada».
             No tuvimos problemas en saltar la reja. Si alguna vez hubo un rottweiler en el lugar, se
          había ido a huelga o simplemente se había muerto de depresión. Chupete encabezaba el
          grupo, mientras mi hermano Pablo se preocupaba de la retaguardia. Yo iba cerca de la
          Dominga, y por unos segundos me sentí como su hombre.
             Cuando llegamos a la puerta, Chupete sacó unas pinzas desde la parte más pequeña de
          su  cortaplumas  y  nos  obligó  a  mantenernos  callados.  Como  si  el  hecho  de  abrir  una
          cerradura requiriera silencio, pensé.
             Mi amigo se agachó, palpó la puerta y luego susurró unas palabras que, en mi modesta
          opinión,  eran  una  especie  de  rezo  pagano  que  alguna  vez  habrá  visto  en  el  Discovery
          Channel. Luego introdujo las herramientas en la manilla y la magia comenzó…
             Pero la magia era tan mala que a los dos minutos nos dimos cuenta de que no iba tener
          resultado alguno. Entonces mi hermano se puso a su lado y le quitó las pinzas:
             —¿Has hecho esto antes, gordo chanta?
             Chupete tragó saliva. Me acerqué para brindarle apoyo moral, pero de inmediato vi su
          calva sudando como en un partido de eliminatorias. Lo mire serio:
             —Oye, Chupete… ¿sabes hacer esto?
             Negó con la cabeza.
             Pablo  dio  otro  de  sus  relamidos  resoplidos  de  vaca  con  tifoidea,  y  se  apoyó  en  la
          puerta. Yo lo imité. ¿Sería el final?
             Por supuesto que no. A los segundos, la puerta se abrió por dentro y nosotros caímos
          en el suelo de parqué que tanto les gusta a las mamás.
             Miré hacia arriba y vi a la Dominga.
             —Las ventanas estaban sin cierre, era cosa de empujarlas.
             No  hubo  tiempo  de  agradecerle.  Chupete  trató  de  volver  al  mando  de  la  misión  y
          avanzó con seguridad.
             —Rápido, a la bodega.
             Nadie pudo llevarle la contra. Cruzamos un living con aroma a coliflor, con diez sillas
          en un círculo del terror. Mientras seguíamos a nuestro guía, observé un par de oficinas
          viejas,  un  póster  del  alcalde  que  más  odian  los  estudiantes  de  Chile  y  una  cocina  en
          penumbras. Fue en ese momento que me detuve. Apilado al fondo, se observaba el botín:
          cajas  de  microondas,  sangucheras,  tostadoras  y  hasta  exprimidores  de  jugo.  Todos



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