Page 95 - El club de los que sobran
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—Ese es el Chuña —susurró la Dominga.
—¿Y el otro? —pregunté.
—Su hermano. ¿Te acordás que te dije que venía de Perú? Se llama Ricardo Pérez.
Volvimos la vista abajo y pude ver cómo el «Chuña real» seguía intacto. A pesar de
rozar la muerte, incluso después de haber pasado por el cielo-infierno-purgatorio, seguía
siendo el mismo. De hecho, cuando le indicaron donde tenía que firmar, pescó el lápiz y
lo lanzó lejos. Luego exclamó:
—¡No voy a firmar ninguna cosa!
Sí, concluí. Lo héroes nunca mueren.
—Hermano, es por tu bien —explicó el otro integrante de la familia.
—Vos no soy mi hermano, yo no tengo familia… yo soy… ¡yo soy único!
El Chuña trató de escapar, pero los fortachones no se lo permitieron. Pateó, tiró
combos al aire y escupió una sarta de garabatos dignos de un vago bien nacido, pero no
logró mucho. Uno de los hombres de terno indicó que era momento de pasar al plan B, y
con solo una indicación de cabeza hizo que al Chuña se lo llevaran contra su voluntad.
Cuando quedaron solos, el tal Ricardo preguntó:
—¿Qué van a hacer?
—Le dimos una oportunidad, pero la desaprovechó —explicó el gerente.
—Déjenme hablar con él.
—Ha hablado con él desde que llegó. Lleva más de veinticuatro horas tratando de
convencerlo.
—Pero…
—Pero nada, Ricardo. Además, su hermano ya está muerto para todo el mundo. Ahora
solo tenemos que hacerlo oficial. Lo que lo convierte a usted en el único heredero.
Piénselo bien, después de todo, no es tan malo.
Se produjo un silencio mortífero.
Gente mala hay por montones. Uno no lo imagina, pero yo me estaba topando con
ellos. Habían envenenado al Chuña para que creyésemos que estaba muerto, y en paralelo
habían traído a su hermano desde Perú.
Y todo por una casa.
El hermano del Chuña asintió, firmó el documento y se retiró. Lo siguieron los
hombres de terno.
Mejor salimos de acá, pensé. Pero la Dominga tuvo otra idea. Una mucho más mala,
terrible, la peor del mundo, para ser sincero. No sé por qué le hice caso. Tal vez porque
estoy enamorado de ella.
—Buscá a tu hermano y avisale —ordenó.
—¿Que le avise qué?
—¿Acaso no oíste? ¡Van a matar al Chuña!
—¿Y qué quieres que hagamos?
—¿Cómo que qué quiero que hagamos, Gabriel? Salvarlo…
—Sí, pero… ¿cómo?
—No tengo idea, pero voy a intentarlo.
—¿Te volviste loca?
—Andá y avisale a Pablo. Listo, chao.
Me besó la mejilla y bajó por la escalera metálica hasta la gran bodega.
No quise seguir mirándola. Quería salir de ahí. Tenía miedo, mucho, para ser sincero.
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